Un mal día nos vamos a morir: esa es nuestra única certeza en la vida. Y a diferencia de las víctimas de don Juan Manuel, el asesino serial inventado por los habitantes de la capital de la Nueva España, no sabremos cuándo rendiremos el alma.
Según cuenta Manuel Payno en el celebérrimo Libro Rojo, antes de acuchillarlos, don Juan Manuel le preguntaba la hora a los hombres que mataba: “Bendito tú, que sabes la hora de tu muerte”, ironizaba el ejecutor, loco de celos y convertido en un lobo solitario que rondaba las inmediaciones de su palacio para atacar a los imaginarios amantes de su bella esposa; ese palacio supuestamente se encontraba en la actual calle de República de Uruguay. Pero esa es solo una leyenda novohispana.
Tal vez nuestra especie sea la única que conceptualiza a la muerte. Más allá del instinto de conservación que impulsa a los animales a sobrevivir a toda costa y a reproducirse para perpetuar a su especie, difícilmente se pondrán a pensar sobre el fin de sus días. No hay tiempo para eso. La prioridad es la supervivencia.
El Libro Rojo es una buena muestra de la fascinación que las muertes violentas ejercen sobre la imaginación de autores y lectores. De forma similar a la catarsis del teatro griego clásico, la lectura de una historia donde hay personas asesinadas —o personajes, como es el caso de don Juan Manuel y sus ficticias víctimas— produce una sensación de alivio. “Qué bueno que no me pasó a mí”, murmura el lector, liberado de la angustiante carga de la muerte. Solo hay que darle vuelta a la página para conjurar el peligro.
Esa persistencia de la muerte se aprecia en varias de las obras emblemáticas de la literatura mexicana. Pedro Páramo, de Juan Rulfo, ejemplifica esa obsesión. Para empezar, todos los personajes están muertos. Juan Preciado, Eduviges Dyada y Susana Sanjuán narran sus historias literalmente desde la tumba.
Entre lamentaciones y evocaciones se desgrana la narración, teniendo como escenario a Comala, un pueblo habitado por ánimas en pena, carcomidas por la culpa, como el par de hermanos incestuosos, deshechos en un mar de lodo. También por las calles de Comala cabalga Miguel Páramo, perdido para siempre en su frenética búsqueda de placer, huyendo de sí mismo y de los regaños de Fulgor Sedano, el capataz de la Media Luna y quien le conchaba mujeres a su patrón, Pedro Páramo.
En esa sucursal alterna del Purgatorio que es Comala, Pedro Páramo cumple su castigo, sabiendo que nunca tendrá el amor de Susana Sanjuán. Una condena eterna, como un Tántalo rulfiano, condenado a no poseer lo que más desea.
Y así como la novela de Rulfo, otras obras tienen a la muerte como su principal preocupación. Unas son evidentes en su intención, como La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, o Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia. Otras juegan con diferentes registros, aunque la muerte y sus alrededores son una constante, como en Noticias del imperio o Linda 67, ambas de Fernando del Paso. También del ámbito político destaca La sombra del Caudillo, de Martín Luis Guzmán, quien trazó un retrato al natural de la élite surgida al calor de las balas de la Revolución mexicana, y que acabó matándose violentamente para conservar el poder.
La muerte se convierte así en una compañera del viaje de las letras. Es una inspiración y polvo, olvido y nada, como diría el poeta.