Cada periodo electoral es siempre denominado “la fiesta de la democracia”, el “momento de la ciudadanía”, “el tiempo en qué México decide”, “el día en que el pueblo manda” y un sinfín de epítetos que hacen creer a la ciudadanía que tiene el poder y el control real sobre lo político y el ejercicio de la política.
Todas las elecciones se presentan como las más importantes, como una real coyuntura de cambio y como el gran tiempo de las decisiones colectivas, como si eso fuera en realidad algo posible de llevarse a cabo por la vía de participación democrática. Paralelamente, siempre se hace creer que los mexicanos contamos con una institucionalidad madura, robusta, que vela porque el proceso electoral sea pacífico y transparente, aunque el árbitro electoral siempre sea cuestionado por aparentes irregularidades según los múltiples actores que disputan en la contienda electoral, rechazando su eficiencia y eficacia procedimental.
El árbitro electoral siempre es un actor altamente cuestionando, así como éste también controvierte y sanciona los procedimientos de los contendientes desplegados durante las campañas para allegarse de votos. Siempre en ese mar de irregularidades la ciudadanía resulta ser el sector responsable, gane quien gane, pierda quien pierda, aun y cuando las decisiones sean en su mayoría acuerdos entre actores cupulares, estatales, municipales. De esta forma, la institucionalidad se convierte en una fachada en la que se maquilla y simula un siempre costoso proceso electoral, en el que la ilusión del voto es el motor que la alimenta y le da vida.
Es importante, bajo esta lógica, recordar que la democracia mexicana llegó por la vía armada, a través de las armas concebidas como un principio o ideal revolucionario son las que permitieron a los ingenieros de nuestro sistema político establecer las nuevas reglas de cohesión social y política, así como de participación.
Las armas como una herencia democrática que sigue latente en nuestro presente. La responsabilidad ciudadana y la ilusión del voto han sido y son el motor que alimenta los aparatos y la función institucional a favor de la democracia.
En todas o casi todas las regiones del país las armas y los actores que las detentan han logrado, a través de la violencia, operar en aras de algunos candidatos, candidatas y partidos políticos, así como en detrimento de otros, sus antagónicos, esos que son opositores a sus intereses económicos, territoriales y logísticas de operación, valga decir, casi siempre ilegales.
Bajo esta lógica, en los espacios geográficos del país las armas han vuelto a ordenar la preferencia electoral, doblar las voluntades y cooptar las simpatías y los reales intereses ciudadanos. Las armas y sus portadores han colocado ya candidaturas a modo, establecido pactos de lealtad y condescendencia aún antes del periodo electoral y han instruido el ejercicio del voto en las regiones, siempre a través de la persuasión, intimidación y del ejercicio directo de la violencia.
Sea cual sea el partido que esté en el poder, dígase la presidencia, gubernatura, ayuntamiento, legislatura, presidencia municipal, etc., los acuerdos han sido pactados y de no ser respetados durante el proceso de la campaña política, la ruptura con el candidato o candidata suelen ser aterradora. A modo de ejemplo en este proceso electoral, según el Laboratorio Electoral, durante el 4 de junio de 2023 y el 23 de mayo de 2024 a nivel nacional existieron 272 casos de violencia contra candidatos, candidatas y operadores políticos de los múltiples partidos en contienda.
Durante este periodo hubo 82 personas asesinadas, 65 hombres, 13 mujeres y cuatro personas más a las que no se pudo identificar su género. De esta cifra, 34 eran candidatos/as a un puesto de elección popular. Paralelamente, el Laboratorio computó un total de 65 atentados con armas de fuego a candidatos/as y operadores políticos, 108 casos de amenazas e intimidaciones y 17 secuestros.
Indiscutiblemente, las armas y los grupos que las poseen siguen en amplios territorios del país ordenando la democracia mexicana, cohesionando, sometiendo, amenazando y, sobre todo, direccionando la voluntad y el voto ciudadano, sin que ninguno de los ingenieros del sistema, instituciones o funcionarios públicos y político de todos los niveles tengan empacho en voltear a ver esa problemática, la cual naturalizan por la efervescencia electoral, por el calor de las campañas y la gran disputa política en el país.
Las armas nuevamente han ordenado nuestro sistema político, han operado a favor de la legalidad de los partidos y de sus candidatos/as, son el actor incómodo pero necesario para los operadores reales en las regiones, en esas geografías olvidadas por todo y por todos, aunque en el discurso todos los candidatos/as a elección popular las reprueben, las reprochen y digan estar en contra del ejercicio de las armas en los periodos de la gran fiesta democrática.
La violencia en este periodo electoral no es más que el reflejo de un país roto, un país fisurado por el uso desmedido de las armas percutidas, tanto legal como ilegalmente, y se hace presente en la magna fiesta de la democracia, una fiesta hueca, sin oficio, sin propuestas, sin política.
Mientras tanto, sigamos creyendo que la responsabilidad ciudadana y la ilusión del voto en la magna fiesta democrática son la solución, seguiremos aceitando un sistema político y una institucionalidad que son deficientes, ausentes y que a todas luces desprecia la colectividad organizada, pero sí aplaude y festeja la ilusión del voto ciudadano, esa voluntad depositada en las urnas de forma unaria.