Lunes, octubre 14, 2024

La guerra de Independencia en Tlaxcala

La guerra de Independencia fue una forastera en tierras de Tlaxcala.

El movimiento armado encendido la madrugada del 16 de septiembre de 1810 en el pueblo de Dolores, de la intendencia de Guanajuato, tuvo muy pocos episodios bélicos en nuestra provincia. De acuerdo con un trabajo de investigación efectuado con documentos resguardados por el Archivo Histórico del Estado de Tlaxcala (AHET), la guerra pasó de largo, al menos durante los primeros cuatro años.

Los autores del artículo referido, publicado en Tlahcuilo, el extinto boletín del AHET, recogen que la lucha armada trajo zozobra para los habitantes de la región, por las bandas de “maleantes” que pulularon por la zona, y que tomaron como pretexto para sus fechorías la bandera de los insurgentes. “Cabe destacar lo difícil que es determinar quiénes eran realmente insurgentes levantados por la cuestión independentista y quiénes solo se aprovecharon del momento coyuntural para cometer sus fechorías bajo el velo de la insurgencia”, apunta el texto.

Entre octubre de 1810 y enero de 1812 hubo al menos un par de actos de pillaje, que dejaron cuantiosas pérdidas para los vecinos de Santa Ana Chiautempan y de Tlaxcala capital. Y casi nada más. El resto fueron pillerías y bribonadas.

¿Zona de guerra?

Un vistazo a los documentos disponibles en el AHET arroja que el inicio de la guerra de Independencia acarreó dificultades para las autoridades españolas e indias, así como a la población de la provincia de Tlaxcala que, por cierto, volvía a gozar de su propia independencia, tras lograr su segregación de la voraz Puebla.

En octubre de 1810, un “sedicioso” panfleto (el adjetivo lo aportan las autoridades virreinales), advertía a los vecinos de Santa Ana Chiautempan, y en particular a Tomás Díaz Varela —de calidad español—, que serían objeto de una incursión. Para ese momento, se habían formado varios campamentos “a las afueras de la ciudad”, que representaban una amenaza para la población. Sin especificar la localización exacta de dichos campamentos, el artículo de marras refiere que la presencia de esos presuntos insurgentes se iba a convertir en un quebradero de cabeza para vecinos y gobernantes de Tlaxcala.

Sin quedar del todo claro que formaran parte de las filas rebeldes, algunas de esas bandas se dedicaron a asaltar pueblos y fielatos, que eran las oficinas ubicadas “antiguamente a la entrada de las poblaciones, donde se cobraban los impuestos por la entrada y salida de mercancías de consumo”. Esas dependencias fueron el blanco favorito de los insurgentes —o de quienes se hacían pasar por ellos y que aprovechaban el río revuelto. Obtenían así tabaco, naipes, pólvora y dinero de “las cajas de las ventas” de las tiendas de abarrotes y de pulperías asaltadas. Otro tanto ocurrió con algunos templos, lo que obligó a las autoridades a buscar sitios para resguardar los implementos religiosos, muy apetecidos por gavilleros y revolucionarios.

Algunos de los vecinos de la provincia vieron en la rebelión una oportunidad para mejorar sus condiciones de vida. Un documento del Archivo recoge una proclama donde se afirma que se otorgaría un peso a quienes se sumaran a las filas de los alzados. “El que los quiera acompañar, tendría un peso diario y el saqueo”. Se vislumbraba así una oportunidad de romper las barreras impuestas por la estricta sociedad estamental novohispana, así fuera por la vía del bandidaje y “el saqueo”.

Este ángulo de la situación durante los primeros compases de la guerra de Independencia parece confirmar que las unidades que operaban en Tlaxcala y sus inmediaciones tenían más pinta de bandidos que de revolucionarios. Para 1811, los ataques a haciendas se recrudecieron. “En mayo atracaron la hacienda de Soltepec en Tlaxco, la de San Antonio Huexotitlan, el rancho y el fielato de Acopinalco donde forzaron al dueño a entregar la venta y existencia de cigarros que pertenecían al fielato”, reseña la investigación. Antes, a finales de abril de ese mismo año, los supuestos insurgentes habían atacado la hacienda de San Andrés Buenavista, así como las del Rosario y Mazaquiáhuac, a las que siguieron las de Tecoyucan y Atlamaxac, además del fielato de Chignahuapan.

Los testimonios indican que había al menos un grupo de entre 100 y 200 sujetos, “que se dividían en gavillas itinerantes”, que “no paraban en un lugar por mucho tiempo ni andaban juntos salvo para asaltar”. Este fue el tamaño de la insurgencia en Tlaxcala. Al menos la de los primeros años del conflicto.

Dos ataques

Entre esos asaltos a haciendas, fielatos y pueblos, destaca el par de incursiones acometidas contra Santa Ana Chiautempan y Tlaxcala. El referido “sedicioso” panfleto de octubre de 1810 advertía que los alzados se lanzarían contra el pueblo santanero, y en particular contra el dueño de obrajes, el español Tomás Díaz Varela. Y dicho y hecho. La madrugada del 26 de junio de 1811 la población se vio infestada por los rebeldes, “originando gran escándalo y desasosiego de los habitantes al escuchar el alboroto causado por los insurrectos. Uno de los sitios más dañados por el atraco, fue el fielato pues saquearon su bodega, llevándose puros, cigarros y el dinero que existía en el local”. Era claro que además de provisiones, buscaban objetos y bienes que pudieran reportarles ganancias.

Asimismo, cumplieron la advertencia lanzada meses atrás, al dirigirse contra la casa de Díaz Varela, a cuya esposa sometieron y obligaron a entregar el oro y la plata que resguardaba. Además, exigieron que se liberara a los trabajadores del obraje. El saqueó duró varios días, sin que pudieran evitarlo las autoridades. Los daños se estimaron en más de 100 mil pesos, incluyendo lo robado a Díaz Varela y a otros comerciantes. Meses más tarde, el 2 de enero de 1812, una segunda partida asoló la ciudad de Tlaxcala. En esa oportunidad, un grupo a caballo y a pie acometió varias casas de los capitalinos. Su intención original era apoderarse de la plaza principal y de la pólvora resguardada en dependencias gubernamentales; al fracasar su intentona, arremetieron contra los vecinos, metiéndose por los corrales, luego de derribar las paredes de las casas.

Entre los sitios atacados destacan los estanquillos de Miguel Canales y Joaquina Anaya. Los salteadores abrieron fuego contra quienes les presentaron resistencia. Sin embargo, al menos siete de los asaltantes perdieron la vida y sus cuerpos quedaron colgados de algunos árboles de la plaza. “La agresión insurrecta dejó muchas cicatrices entre la población generando miedo y caos”, refiere el boletín del AHET.

Incluso, la asonada orilló a que el recientemente electo regidor de Tlaxcala, José Francisco Zempoalteca, renunciara a su cargo. Él fue uno de los más afectados con la violenta incursión, ya que literalmente lo dejaron sin blanca, salvo la ropa que llevaba puesta; los familiares cercanos del frustrado regidor sufrieron una situación similar. De plano, Zempoalteca prefirió renunciar al cargo, alegando que carecía de los medios pecuniarios para llevar de manera decorosa dicha responsabilidad. Esa fue una de varias renuncias a cargos públicos.

La contrarrevolución

Y a todo esto cuál fue la respuesta de las autoridades a la violencia generada por insurrectos y gavillaros. A la luz de los acontecimientos, se antoja que fue una muy tímida réplica. Entre las medidas adoptadas destaca la formación de sendos batallones de Patriotas, costeados principalmente por hacendados y comerciantes, muy remolones para aportar dinero y sustento. Para septiembre de 1811 ya se había instituido la Primera Compañía de Infantería de Nobles Patriotas de la Ciudad de Tlaxcala.

“Precisamente, al resultar insuficiente el poder militar para contener a las gavillas de ‘maleantes’, los ciudadanos se congregaban para salvaguardar sus intereses y los de la comunidad que no se encontraba resguardada por ejército alguno, autonombrándose Patriotas”, detalla el boletín. Hubo varias ordenanzas emitidas por las autoridades, como la del gobernador suplente de Tlaxcala, el barón Antonelli, quien obligó a los dueños de haciendas y rancherías a hacer aportaciones en metálico y en especie, para mantener a los milicianos. Los requerimientos solían exceder las capacidades de los señalados.

Un documento resguardado en el AHET da cuenta de algunas de las actividades desplegadas por las fuerzas ciudadanas: “Ayer a las diez de la mañana, llegó a este suelo la tropa del ejército de Labradores y Patriotas que fueron con el capitán don Francisco Piedras, y ellos dicen haber perseguido la chusma de bandidos, que se hacen juicio, pasan de 300. Que asaltaron el pueblo de Tulancingo y que saquearon varias tiendas de los europeos, y que se llevaron 200 almas”.

Sin embargo, la población advertía que esos esfuerzos eran insuficientes, por lo que decidieron asumir la seguridad de las localidades bajo sus propias manos, aunque eso tampoco iba a detener a los insurgentes ni a los gavilleros, que hicieron de las suyas a lo largo de los 11 años que duró la lucha armada. Hay que mencionar que al menos las élites indias mantuvieron una actitud abiertamente hostil hacia el movimiento insurgente. Así lo demuestra la actuación del “gobernador de caciques”, Tomás Altamirano.

Ignacio Allende había convencido a gente del pueblo de Xichú, a que enviara emisarios con los dirigentes del cabildo indio de Tlaxcala, para sumar a esta provincia al alzamiento. Con lo que no contaba el jefe criollo y segundo al mando del movimiento armado, era con la lealtad de Altamirano hacia los españoles. Al tener noticias de esa embajada, la denunció ante el alguacil mayor, quien detuvo a los enviados de Allende.

Este gesto retrata a buena parte de los señores tlaxcaltecas, que si bien habían perdido muchos de los privilegios otorgados por la Corona hispana, consideraron que era más conveniente mantenerse al lado de los europeos. Cuando supieron del alzamiento de Hidalgo, de inmediato emitieron una condena hacia la revuelta, aunque en su descargo vale apuntar que la mayor parte de los órganos de gobierno virreinales acometieron acciones parecidas.

Los rescoldos de la guerra

Como se ha podido apreciar, la guerra de Independencia en la provincia de Tlaxcala fue un evento lejano para la mayor parte de sus habitantes. En todo caso, estos padecieron situaciones puntuales, como los asaltos a Santa Ana y a la propia capital provincial, que si bien causaron destrozos y pérdidas, estos estuvieron lejos de lo ocurrido en otros puntos del virreinato, como Guanajuato y la mayor parte del Bajío, que prácticamente quedó arruinado.

Por otra parte, hubo una evidente reticencia de las élites para sumarse a la revolución. Sería casi hasta el final de la lucha, cuando personajes como Iturbide y Negrete asumieron el rumbo de la rebelión, que Tlaxcala decidió sumarse al bando independentista.

Lo aquí expuesto retrata el complejo momento que vivieron los habitantes de Tlaxcala, ante un movimiento que amenazaba su estatus e incluso su sobrevivencia como entidad política, como se vería a partir de 1821, cuando tuvieron que bregar de nueva cuenta para conservar su identidad territorial.

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