La historia también es evidencia de la fuerza del relato y su capacidad para estimular la imaginación. A partir de constructos narrativos ensambla nuestra realidad. Seamos o no conscientes de la trascendencia del pasado, a final de cuentas lo que importa es el resultado de ese incesante devenir anclado en el espacio–tiempo.
Así, la historia es el relato anclado en la dimensión espaciotemporal de una colectividad, se mantenga esta o no en el presente. Pensemos, por ejemplo, en las ciudades–estado helenas o en Roma, la “Ciudad eterna”; ambos entes político–económicos desaparecieron, se hundieron en las profundas aguas del tiempo. Sin embargo, sobrevive parte de su herencia, convertida en legado vital. Este mismo ejercicio de pensar en la /historia/ es hija (o nieta, bisnieta, tataranieta, tomando en cuenta los distintos momentos o intereses de la historiografía) de aquellas investigaciones (historia) emprendidas por Heródoto hace más de dos milenios.
Ciertas maneras de escribir historia, es decir, de rememorar, recuperar, representar y actualizar el pasado, tienen una fuerte raigambre narrativa. Si nos asomamos a casi cualquier trabajo de investigación histórica, encontramos que básicamente se trata de una narración. Por lo tanto, obedece a la práctica del relato en su acepción más general y, en consecuencia, es susceptible de analizarla bajo esa luz. Al respecto, W. H. Walsh describe a la historia “como un relato significativo de acciones y experiencias humanas del pasado”.
Así, se actualiza la naturaleza narrativa de esta parcela del conocimiento humano, mostrando el vigor del relato que atraviesa casi cualquiera de nuestras actividades. Nuestras vidas son los ríos de historias que desembocan en el océano del relato.
Sin embargo, a diferencia del relato de ficción, el histórico tiene como requisito indispensable un compromiso con la objetividad y la verdad. “La historia consiste en un cuerpo de hechos verificado”, expresa Edward H. Carr. Es así como el historiador tamiza hechos y documentos, con un ánimo selectivo, con la mira puesta en una interpretación de estos, de cara a una relación con el presente. Es un trabajo intelectual. Carr también nos enseña que más allá de la maraña de documentos y archivos, se impone un ethos que hace del rigor una máxima para asumir la narración de los hechos, antepuesto al pathos y al logos.
Por lo tanto, el proceso de construcción del relato histórico implica una diégesis, que capta y expresa las acciones de las personas. Dichos actos, que ocultan o evidencian intenciones, nos llevan a preguntarnos por los intereses, propósitos, intenciones, deseos, anhelos y miedos de esos individuos. Por ello, necesariamente hablamos de grupos, entes socialmente articulados que transforman su entorno y se transforman a sí mismos. Así, como afirma Agnes Heller, la historia la hacen colectividades, cuya conciencia de la historia es “la conciencia del cambio”.