La feria de las ferias. A las seis de la tarde se escucha el bullicio de la paella, el evento que cada año junta a “los de arriba” con más entusiasmo que un mitin político. Miren nomás, ahí van los fifís con sus trajes planchaditos, dice Jicotencal, mientras se limpia los restos de su jocho. Margarito, que siempre anda queriendo probar la suerte, se alisa la camisa y suelta: ¿Qué, no saben? Hoy, voy, a entrar a la paella, soy el sobrino de la exgobernadora y si cuela, cuela.
¡Ay, Margarito! Ni los guardias se creen esa, se ríe Teutila. Y tiene razón. Apenas llega Margarito a la entrada, el guardia lo detuvo en seco. Aquí sólo pasan los de traje y usted ni los guaraches se quitó. Tránsito, que observa a lo lejos, no puede contener la carcajada. ¡Pobre Margarito! Ahí anda, con su jocho, ¡queriendo meter la panza en eventos de la clase política!
No nos hace falta paella, muchachos, ya ven que nosotros tenemos nuestros moñitos, comenta Sábila, dándole una buena mordida a su hamburguesa. Ni que la paella fuera a llenarnos el estómago como estas burguer bien aceitadas, añade Teutila.
Mientras el olor a ajo y mariscos de la paella se esparce por el aire, Jicotencal dice con tono nostálgico: Antes la feria era pa’ todos, ¿se acuerdan? Ni siquiera había esa dichosa paella de los españoles, ni zona VIP. Nos conformábamos con ver a los voladores de Papantla y comer nuestras tortas de mole. A todos les asoma una sonrisa. Al final, saben bien que ni la paella ni las camisas de lino planchadas pueden igualar el sabor y el encanto de la feria de antaño.
Un dragón en la feria
La plática continúa, entre risas y el rechinar de los puestos ambulantes que rodean la feria. Sábila y Teutila se miran cómplices, y Sábila comenta: ¿Se acuerdan de cuando Tránsito comió tantos tacos de canasta que lo tuvimos que llevar a su casa en una carretilla?
¡No inventes!, exclama Jicotencal, dándole una palmada en la espalda a Tránsito, quien se encoge de hombros y sonríe con orgullo. Ese día la taquera nos dijo que éramos sus mejores clientes. Tránsito se ganó el récord, comiendo 40 tacos en una sentada. El dragón de la Feria, así te apodaron desde entonces, ¡y bien merecido!
Pero es que esos tacos de canasta tienen un no sé qué, dice Tránsito, dándose importancia. Nada que ver con los bocados chiquitos de la paella que dan a cucharaditas como si uno fuera pajarito. A todos les da risa y hasta un poco de hambre recordar esos tacos bañados en salsa y envueltos en la servilleta grasosa como parte del ritual. Aquí uno viene a comer de verdad, dice Margarito, al mirar con nostalgia la canasta de tacos, como si fuera una reliquia.
Es que en esos tiempos no nos importaba ni el precio de entrada ni los eventos de lujo, añade Teutila. Todos podíamos entrar a lo que quisiéramos. Los ricos y pobres, todos compartiendo la misma feria. Pero ahora con tanta zona exclusiva, parece que uno necesita pase especial para entrar aquí. Sábila asiente, al recordar cuando de niñas se escapaban al palenque sin que nadie las detuviera, ni les cobrara.
Así siguieron, entre anécdotas de aquellos tiempos en que la feria no hacía distinciones y los únicos VIP eran los que más tacos podían comerse en una sentada. Para ellos, cada taco representaba el verdadero espíritu de Tlaxcala: comida sencilla, sin pretensiones y llena de sabor.
Juegos mecánicos y presupuestos populares
Mientras siguen con su tertulia, las luces de los juegos mecánicos empiezan a brillar, atrayendo a niños y adultos por igual. Jicotencal, que siempre ha sido amante de los juegos, suspira con nostalgia. ¿Se acuerdan cuando la rueda de la fortuna costaba 5 pesitos? Ahora, si uno quiere subirse, necesita ahorrar toda la quincena.
¡No exageres, Jicotencal!, dice Teutila, entre risas. Pero es cierto, los precios están por las nubes. El otro día llevé a mi sobrino y, entre los boletos y el algodón de azúcar, salí con la cartera en blanco.
Margarito, siempre con su espíritu travieso, confiesa: Yo le he encontrado la maña para entrar gratis. Nada más es cuestión de ubicarse junto al que recoge los boletos y, cuando se distrae, ¡zas! Me cuelo por debajo de las cadenas. Todos ríen, imaginándose la escena, mientras él sigue: Una vez casi me agarra, pero le dije que estaba ayudando a limpiar la entrada, ¡y me creyó!
Es que la feria de ahora es pura fachada, dice Sábila, cruzándose de brazos. Mira que cobrar tanto por subirse a los juegos. ¿Qué fue de aquella feria donde los únicos límites eran las ganas de subirse a todo? Ahora hasta hay juegos mecánicos en zona exclusiva, como si por estar ahí te subieran más alto.
Tránsito, que observa los juegos con ojos de niño, murmura: A mí me encantan los juegos viejitos, el gusano loco y los carritos chocones. Pero ahora parecen más parque de diversiones que feria. A ver cuándo regresan los juegos sencillos, esos que uno podía subir sin preocuparse de quedarse sin dinero para el regreso a casa.
Entre suspiros y bromas, la familia mestiza recuerda la feria de otros tiempos, cuando las risas y los gritos en los juegos eran para todos y no solo para los que pueden pagar una experiencia VIP.
El teatro del pueblo y el palenque
Para cerrar la noche, el grupo decide acercarse al Teatro del Pueblo, donde un conjunto local intenta animar a la audiencia con versiones desafinadas de éxitos de los ochenta. ¡Ah, pero qué nivel de espectáculo tenemos!, exclama Jicotencal, dándole un codazo a Tránsito.
Sábila recuerda los tiempos en los que la feria se engalanaba con artistas famosos. Hace como 20 años me colé a ver a Juan Gabriel, ¿se acuerdan? Aquello sí era concierto, y no estos espectáculos de medio pelo. Teutila asiente, al recordar esa época de gloria.
Mientras aquí estamos viendo la función gratuita, allá en el palenque está toda la crema y nata de Tlaxcala, tomándose fotos con las botellas de licor caro, dice Margarito, haciendo gestos exagerados como si estuviera en la gala. Ya ven que ahora es todo un evento. Dicen que la entrada al palenque cuesta más que el sueldo de un mes.
¿Pues a qué van?, pregunta Tránsito, sin entender la fascinación. Si al final los que mejor la pasamos somos nosotros. ¡Mira nada más! Aquí con nuestros tacos de canasta, riéndonos del concierto y hablando de cómo la feria era de todos.
Exacto, interviene Jicotencal, levantando su refresco a modo de brindis. Porque esta feria es más nuestra que de nadie. ¿Pa’ qué tanta cosa? Mejor con nuestras anécdotas y buena compañía. ¡Así sí vale la pena!
Y así, entre risas y recuerdos, la familia mestiza cierra su noche en la feria, convencida de que, por más que cambien los eventos y las zonas exclusivas, el verdadero espíritu de la feria sigue afuera, en los tacos, en los jochos, las bromas y la nostalgia compartida.