Llegaba algunas tardes después del trabajo, estacionaba su automóvil en el mismo lugar, como si estuviera siempre reservado. Revisaba el celular, mandaba algunos mensajes, se acomodaba el cabello con una discreta peineta, volteaba el retrovisor para observar que sus ojos mantuvieran el brillo y que sus dientes estuvieran pulcros. Si era necesario retocaba las líneas de sus ojos, acto seguido sacaba del gran bolso que fungía como copiloto un frasco de perfume, empapaba la parte interior de sus muñecas, las pasaba por el cuello, apuntaba el frasco hacia arriba de su cabeza y roseaba para que el perfume se incrustara en su cabello. Siempre ingería una pastilla de menta antes de descender del auto.
Con pasos que parecían ensayados caminaba discretamente por la acera, siempre volteaba en todas las direcciones, parecía buscar algo o a alguien, hasta llegar a la puerta y tocar tímidamente. Antes de que la puerta se abriera apagaba el celular y lo colocaba hasta el fondo de su bolso, esto era ya un movimiento mecánico.
El placer de encontrarse con su amante en turno escalaba cuando escuchaba sus pasos acercándose para abrir el zaguán, alguien estaba listo para recibir ese cuerpo, dejar correr la pasión al interior, sea en la sala, en la recámara e incluso en la regadera, cualquier espacio era propicio para extenuarse de amor, una y otra vez fustigaban sus ansias, rosaban sus cuerpos maduros y revitalizaban el hambre de sentirse vivos, uno dentro del otro.
Ella era, al final del día, la víctima; él, su verdugo favorito. Ella tenía que castigar al mundo con sus insurrectos actos, con sus indisciplina sexual; él era el aliado de su venganza, mientras todos los demás sufren en silencio y a la distancia, tal como sucede cuando todo se vuelve ligero y comienza a fraguarse el olvido.
Ella sale sonriendo, siempre se despiden con un ferviente beso, insatisfechos, con ganas de más, pero cansados, al menos eso se dicen cuando terminan el acto y encienden el tabaco acostados en la cama, empapados de sus líquidos, con el pecho desnudo y los vellos del cuerpo aún erizados. El tiempo sigue siendo su peor enemigo, ella no dispone de una noche entera, no quiere disponerla, no quiere compartirse hasta el amanecer con su amante, obviamente, éste no le reclama, no le reprocha nada, el acuerdo está anclado en el silencio y en no cuestionar las decisiones que tomen tanto uno como el otro.
Sube a su auto, acomoda nuevamente su cabello con la discreta peineta, voltea el retrovisor y coloca algo de maquillaje a sus mejillas y en los ojos para cubrir las tímidas ojeras, el maquillaje y la frescura en el cuerpo amado pinta una socarrona, pero efímera sonrisa en su rostro. Enciende el celular, revisa algunos mensajes, contesta con prisa cada uno de ellos, ingiere otra menta y toman el camino a casa.
El tráfico de la urbe, el lento acercarse genera nuevamente la indomable pesadumbre, regresa el mal humor y la monotonía que siempre se agolpan antes de arribar al hogar. Después de hacer la tarea con sus hijos, cenar con la familia, dialogar los avatares del día, un rápido baño para limpiar los rescoldos del amor, acomodarse en el lecho matrimonial, dialogar con su cónyuge como si nada pasara, como si nada ya se sintiera, ella colgada de un cansancio crónico, con el mismo dolor de cabeza y altos grados de estrés siempre presentes. Hasta que el ronquido aparece y el cónyuge se queda mirando en la oscuridad los diminutos rayos de luz que se filtran a través de la cortina, así, con las ganas colgadas y el insomnio bien puesto. También para él el día de mañana podría ser distinto, correr con otra suerte y salir con alguna mujer para mitigar su deseo, pero, sobre todo, para paliar su enfado y olvidar las frecuentes evasiones maritales.
El día comienza en ese hogar con el mismo cansancio, agotados de su entorno, de sí mismos, todos asumen ser víctimas indirectas de algo que es más fuerte que ellos, pero sin tener la más mínima idea de qué sea eso que acciona su furia nada más al encontrarse y habitar nuevamente el espacio, todos ejercen violencias veladas, unos contra otros, todos contra todos.
Al final del día todos, sin saber por qué, son víctimas, por ende, cada miembro de la familia tiene su verdugo favorito. Los años pueden ser una liga tersa o tensa, un islote ilusorio que se busca alocadamente para tomar reposo, pero no está ahí, está más adelante, está más allá, siempre se percibe más adelante, pero nunca se llega a él. De esta forma la liga se va agrietando de tanto estirarla al paso. Los años pasan y con ellos, el incremento del odio, del desencanto y la desesperanza, todo ese ramillete de desazones hace que los sujetos caigan en actos vulgares, en prestidigitaciones cínicas, pero involuntarias, irreflexivas.
En la fermentación de esas vidas nunca se encuentra razones, sólo culpas, actos y actores externos que justifican su errático trajinar, su patituerta andanza. Así se van matado poco a poco el uno al otro, así se van arrancando la vida, exprimiéndose, secándose hasta extinguirse, hasta que el ataúd de cada uno de ellos es llenado con falsos recuerdos, pérfidas memorias y lagrimales falsos. En la entelarañada fotografía familiar se cuelgan también idealizaciones de una perfección humana que resulta ser para muchos inalcanzable.
Ella y él se suben de la mano a la torre más alta, desde la cual se observa todo, pero ellos sólo suelen observan por momentos el cielo a pesar del vértigo, algunas veces el horizonte, pero ninguno de los dos observa hacia abajo, a ver las paredes y el interior de su hogar, a ninguno se lo ocurre voltear a ver a sus vástagos a pesar de la tolvanera, nubosidad y la permanente llovizna. Ninguno de los dos revisa el pasado, mucho menos medita sobre el futuro, el presentismo es su empantanamiento en la nada, el presente es el momento exacto donde se vive en amoríos efímeros, evasiones, ausencias, soledades, abandonos y auto abandonos.
Se sueltan de la mano al descender de la torre, a mitad de camino cada uno se asoma por una ventana contigua, voltean hacia abajo y, en segundos, se encuentran en precipitada caída, ambos sonríen ante el evidente abandono eterno de su intrascendencia. Dos vidas descienden hacia el último de sus abandonos, sin que ningún obstáculo lo impida, sin que ninguno de sus verdugos intervenga en su decisión final.