La noche cayó, todo el día hizo calor, pero de pronto se nubló y después llovió ligeramente, justo cuando las fatigas se agolpan, las ansiedades se asoman y es la hora del todos contra todos. La distopía se desató, la ciudad se desnudó en su más profunda languidez, mostró su enfangado hartazgo, en el cual se sumergieron todas las personas: los que asumen tener altura moral, los que dicen poseen baja moral, los que se creen puros y aquellos que también dicen son los impuros, las que se declaran feministas y aquellos que sin desearlo se convierten en machos. También aquellos deconstruidos y los que dicen y creen firmemente que son alieades, las mujeres radicales y moderadas, las revolucionarias, las conservadoras, las putas, las luchonas, los poco hombres, los culeros, los padrotes, los golpeadores, los violentos y también esos amables masculinos que por naturaleza son más comunes y corrientes, sin pretensiones de deconstrucción.
Buenos y malos padres, buenas y pésimas madres. Las personas transexuales, los no binarios, los pansexuales, los heterosexuales, aquellos que mantienen celibatos autoimpuestos, todos, absolutamente todos, parecieron uno solo, indistinguibles a simple vista, pero ahí estaban, se miraron en las calles, en los autobuses, de un automóvil a otro, en los furgones del transporte público. Por todos lados se percibe como sus humores y sus cuerpos expiden ese nauseabundo olor a animal mojado, a ropa húmeda, a perfume esfumado, zapato viejo, a calcetín oloroso, a pie sudoroso o axila descuidada y sucia piel.
Todos avanzan en un asco de sí mismo, comparten el espacio y hasta rosan sus cuerpos que en repugnancia se toleran, se miran, se auscultan y se repelen, aunque todos, contradictoriamente, se entregan y generan calor corporal sin desearlo. El transportarse a ciertas horas suele ser –a pesar de su animadversión– el real roce, la cercanía con el cuerpo ajeno, la conexión extraña con la odiada y anodina otredad. Quizá por eso generan tantas tensiones y disgustos esos accidentales acercamientos desmedidos. Tal parece estar latente en todos los lugares la enfermiza necesidad de las personas por ver en el otro lo que repele, seduce, explica, reprocha, confirma y destruye. Siempre el silencio y la sana distancia son fundamentales para que los sentidos se acomoden y las emociones se relajen.
Puntos de fuga existen y son multifacéticos, plurales e integrales. El sueño es recinto de fuga, el libro implica situarse fuera, los audífonos bloquearse, los celulares dislocan e invisibilizan y la meditación o introspección ahuyentan. Todas las personas se bloquean, tengan la edad que tengan, es necesario bloquearse para sobrevivir a ese tedio cotidiano, es necesario evadirse, cuidando y anhelando no ser interpelado, emplazado, molestado, invadido y tocado.
Todos anhelan pasar desapercibidos hasta de sí mismos, que no haya un adentro, que no haya un afuera, que no haya nada que les impida estar en un cómodo limbo, en su agradable silencio, lejanía y confort, una burbuja que enclaustra, un ataúd que en el transportarse cuida el reposo de sus cuerpos muertos ante una sociedad repulsivamente viva.
A veces la crueldad de esas víctimas –viajantes sin asumirse como tal– llega al límite de abandonarse en esa realidad, inmolarse en ese espacio donde está la populosa concurrencia, justo ahí, donde todos vean su cuerpo desecho, lo padezcan, sean cómplices y responsables de su real desamparo.