La desaparición y la desaparición forzada de personas en México no puede ser ya comprendida como un accidente causado por una decisión “autónoma” que tomaron tanto las fuerzas legales e ilegales adyacentes sobre el destino de cientos de miles de personas hasta hoy ilocalizables. La ausencia de una persona debe dejar de ser percibida como un “fenómeno” o un “campo social, político o académico en crecimiento”.
La desaparición y la desaparición forzada de personas en nuestro país es indiscutiblemente el síntoma de una crisis que se ha agudizado en las últimas décadas, una crisis que nos ha sumergido en la más flagrante y cínica violación a los derechos humanos que ningún gobierno transicional o postransicional ha podido o querido contener, haciendo de la desaparición de persona una crisis humanitaria latente, un trance que ha dejado a cientos de miles de familias fisuradas y con incognoscibles vacíos.
La desaparición en México ha generado un amplio repertorio de acciones que, ni en este país, ni en ninguna otra geografía planetaria deberían existir. Por ejemplo: la academia se ha enfocado en estudiar el “fenómeno”, historiarlo, conocerlo e intentar explicarlo; se han propuesto rutas de acompañamiento psicosocial; se ha fomentado el estudio de la antropología y la física forenses; los análisis jurídicos, las formulaciones legales; los protocolos de búsqueda en vida y las técnicas de búsqueda en muerte. Ha incrementado exponencialmente los conocimientos y técnicas que se enfocan en el análisis y reconocimiento de restos óseos.
Paralelamente, los gobiernos y entidades de todos los niveles han formulado leyes, políticas, fomentado la creación de instituciones oficiales y autónomas que se empeñan en la localización, la adquisición de tecnología para el rastreo, así como en la capacitación a colectivos y colectivas de búsqueda en el campo y la ciudad. Otras versiones han sido presentadas como una política pública en materia de desaparición y, alguna que otra en la formación de comisiones de Investigación para esclarecer, crear verdades y alcanzar resarcimientos. Aunque, la falta de presupuesto, a veces la simulación, otras la ineficiencia e inexperiencia, han vuelto insuficientes estas iniciativas y considerables “esfuerzos” oficiales.
Organizaciones no gubernamentales, colectivos y colectivas, tanto religiosas como civiles, se han agrupado para acompañar psicológica y jurídicamente algunos casos y para exhortar a la prensa a dar cobertura y seguimiento hasta donde sea posible. Después de ello, las y los colectivos que buscan a sus seres queridos quedan solos en su peregrinar, caminan en orfandad y en el más completo olvido institucional–político y social. Esta crisis humanitaria es una latencia en el presente, un presente –como ya se señaló– plagado de desapariciones y, por ende, de ausencias.
Más allá de las explicaciones académicas, científicas, técnicas, de las tipificaciones jurídicas, los avances tecnológicos, el acompañamiento psicosocial, los desarrollos en la ciencia y técnica forense, hay algunos cuestionamientos que no nos hemos aún formulado, por ejemplo: ¿Cuáles han sido algunos de los soportes que la desaparición de personas contiene en sí misma y que la hacen ser, de alguna forma, algo “resistible” para las personas que la padecen, a decir los familiares? ¿Cómo es que la ausencia puede sostenerse, qué contenido es el que tiene que desnutre el horror que reviste? ¿Cómo vamos a heredar las experiencias ante la ausencia de una persona?
Si bien es difícil analizar la experiencia ante la ausencia, más cuando se trata de la ausencia de un ser querido que ha sido arrancado de todos los espacios que solía habitar. Es muy difícil también estudiar la experiencia de la ausencia, pues no es homogénea, no es una experiencia universal y universalizable, la ausencia tiene su propia temporalidad.
Sería ingrato negar o descalificar la importancia de todos los estudios y avances científicos, técnicos y tecnológicos en torno a la desaparición de personas, el acompañamiento mediático, psicosocial, el cual siempre termina diluido en las necesidades más apremiantes de los familiares y el cual suele ser el más regateado por las instituciones gubernamentales.
Es importante la escucha, pero, ésta debe tener sus límites, no todo es escuchar, no todo es acompañar, no todo es esclarecer, buscar la verdad y la reparación. Hay múltiples elementos que se han olvidado en este complejo trajinar, uno de ellos es el registro de la experiencia de las familias ante la ausencia, cómo la experiencia de la ausencia se vive personal, socialmente, puesto que esa experiencia tiene finitud, pero el fenómeno no, el fenómeno sigue siendo algo latente en nuestras geografías. Las experiencias sobre la ausencia no están trascendiendo al campo social, se están quedando rezagadas en los espacios privados, en los hogares que tienen un familiar desaparecido.
La experiencia de la ausencia no se está convirtiendo en algo heredado, heredable a las próximas generaciones, las cuales, seguramente seguirán padeciendo el mismo lastre de la desaparición de personas.
La deuda de las universidades, los organismos gubernamentales, no gubernamentales y de los colectivos y colectivas sigue siendo proporcional a la profundidad y sin sentido que estos acontecimientos nos han legado. Estamos olvidado registrar, generar archivos de la ausencia, la ausencia como una experiencia ante la desaparición y desaparición forzada de una persona.