Haití es una alarma constante pocas veces escuchada en América Latina, es un país en el que la legalidad gubernamental y los principios constitucionales han estado soterrados desde el asesinato del entonces presidente Jovenel Moïse en el año 2021. Este magnicidio agudizó la permanente crisis económica, de salud y, sobre todo, de seguridad. Las múltiples bandas criminales se han unido para disputar el poder político a través de ataques sistematizados contra las estructuras de gobierno encabezadas por Ariel Henry, presidente interino, el cual, a ojos de las bandas criminales y de la población, es cada vez más impopular por faltar a su promesa de convocar elecciones después del magnicidio.
Algunos de los grupos criminales –más de 200– se han cohesionado bajo el mando de “Barbecue”, líder de la llamada G–9 y Familia. La suma de las bandas criminales ha profesionalizado sus estrategias de combate y ha logrado en pocos años expulsar del territorio haitiano múltiples fuerzas armadas que pretendieron apoyar a Henry, sean estas brasileñas, francesas, canadienses o norteamericanas. Paralelamente, las fuerzas criminales han avanzado en el control del comercio, el tráfico de drogas, la administración poblacional y, poco a poco, del institucional, a grado tal de controlar puertos, aeropuertos, universidades, hospitales, edificios públicos, expulsado del país a diplomáticos y que entre sus últimas movilizaciones lograron hacerse del poder de reclusorios y liberar a más de 4 mil 500 reclusos.
Indiscutiblemente, las fuerzas del orden en Haití han sido rebasadas, replegadas y paralizadas ante la movilización en masa de las bandas y el crimen organizado. El colapso estatal es evidente, la permanencia de la legalidad es una posibilidad latente que espera el último toque de la negociación: la salida de Henry de la presidencia, el destierro o, incluso, como pasó con su antecesor, su muerte.
Este dramático escenario nos permite reflexionar no sólo sobre la capacidad administrativa y de gestión de las violencias de nuestros países en América Latina y, por supuesto en México, sino también en la capacidad de las bandas, los cárteles de la droga y el crimen organizado para ampliar sus ocupaciones e intereses. Evidentemente, en Haití no sólo son intereses económicos y de control de espacios para asegurar su ilegalidad, el tráfico de drogas, el control social y la administración espacial o geográfica. La unidad de estos grupos ha aprovechado el vacío del poder legal–constitucional para unirse y disputar el control político de un país, establecer sus propias leyes y reorientar el orden económico del país a partir de sus propias necesidades, ello de manera legal.
Esta supuesta excepcionalidad resulta también alarmante, debido a que la criminalidad después de que el Estado las despolitizó y les retiró los acuerdos, los pactos no firmados, pero acatados entre los agentes gubernamentales y los grandes líderes de las organizaciones, están comenzando a repolitizarse, pero, esa repolitización no está ya supeditada a las reglas de la Constitución ni a los actores que las representan.
Las bandas criminales comienzan a repolarizarse fuera de esas leyes, de esas reglas, se convierten gradualmente en un enemigo político, el cual, como se percibe, tiene mayor poder, mayor movilidad y una madurez en el manejo de las armas y las estrategias de defensa y combate. Evidentemente, desde hace algunos años, estas fuerzas unidas han puesto realmente en jaque al Estado haitiano y su población.
La violencia en Haití es una muestra más del colapso de algunas democracias liberales y, con ello, de su discurso de excepcionalidad, ese concepto que ha sido mayormente utilizado en las democracias que en los regímenes autoritarios o incluso totalitarios.
Las violencias en Haití, en América Latina y, sobre todo, en México, no son ya realmente una excepcionalidad, sino una regla permanente a través de la cual se comienzan a gestar nuevos órdenes políticos y sistemas híbridos de gobierno, los cuales se articulan a partir de la legalidad y la ilegalidad. Violencias legales y violencias ilegales que permiten sostener los nuevos sistemas políticos. En Haití, por ejemplo, estas violencias han generado no menos de 5 mil muertes al año.
Paradójicamente, las fuerzas unidas de narcotráfico y crimen organizado en Haití se han proclamado una fuerza “revolucionaria” que defenderá el país de una intervención extranjera y se encargará de establecer un gobierno legítimo. La repolitización del narcotráfico, bandas criminales y su inminente unidad, es una alarma latente, una puerta que permanecerá, al menos en los próximos días, abierta para que cualquier grupo de narcotráfico o crimen organizado de los países latinoamericanos se asome a ella.
Es importante reflexionar sobre la puerta abierta de la barbarie que representa Haití en nuestro escenario nacional a pocos meses de celebrar nuestra elección presidencial y ante el colapso del gran relato que sostuvo con pinzas el sistema político mexicano durante seis años, el cual parece inminente y ninguno de los candidatos presidenciales parece llenar ese vacío dejado por nuestro personalísimo estilo de gobernar del actual presidente.
México: país de múltiples grupos de narcotráfico y organización criminal despolitizada, vacíos institucionales que no han sido llenados, pero sí sostenidos por un espacio de discurso mañanero del presidente, una sociedad fragmentada, conflictuada, una crisis de seguridad extrema, violencias exacerbadas, desprestigio de las fuerzas del orden, una institucionalidad dividida, crisis partidista, inflación e inestabilidad económica, múltiples pobrezas y un evidente colapso del discurso que pretendió refundar la nación. Haití es una puerta abierta a la barbarie democrática. Una alarma pocas veces escuchada en México y América Latina.