Viernes, noviembre 8, 2024

Guerreras tlaxcaltecas

Un par de días antes de fallecer en Medina del Campo el 26 de noviembre de 1504, la reina Isabel I de Castilla preparó un codicilo donde pedía a su marido, el rey Fernando, y a los príncipes Juana y Felipe, que pusieran todo su empeño en cuidar y evangelizar a los habitantes de las tierras que acababan de incorporar al dominio castellano y, por extensión, a la civilización cristiana.

“No consientan ni den lugar a que los indios, vecinos y moradores de las Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, antes al contrario que sean bien y justamente tratados, y si han recibido algún agravio que lo remedien y provean para que no se sobrepase en cosa alguna lo que en las cartas apostólicas de dicha concesión se mandaba y establecía”.

A esta preocupación por los bienes y las personas de sus nuevos vasallos, la reina agregó otro aspecto que fue fundamental para ella en lo personal: la evangelización y la salvación de las almas, que veía como una suerte de cruzada particular y de designio divino.

Esa constante preocupación de la reina de Castilla le había merecido recibir el título de “Católica”, por parte del papa valenciano Alejandro VI, que también se extendió a Fernando de Aragón, el rey consorte; de esa manera, el sumo pontífice reconocía los esfuerzos de ambos monarcas por extender la fe de Roma, que a la fecha mantiene a estas tierras como su principal baluarte.

La evangelización también va a encontrar eco en las Leyes de Burgos y de Valladolid, donde se instruye que los hijos de los caciques reciban la doctrina.

“Ordenamos y mandamos que todos los hijos de los caciques que hay en la dicha isla e hobiere de aquí adelante de edad de trece años abajo se den a los frailes de la orden de San Francisco como por una mi cédula lo tengo mandado, para que los dichos frailes les amuestren en leer y escribir y todas las otras cosas de nuestra santa fe”.

Sin embargo, la legislación no deja de percibir cierto relajamiento en los nuevos vasallos, como también recogen estas mismas leyes:

“Todo no basta para que los dichos caciques e indios tengan el conocimiento de nuestra fe que sería necesaria para su salvación, porque de su natural son inclinados a ociosidad y malos vicios de que Nuestro Señor es deservido”.

Para el momento de la muerte de Isabel, ya se había emitido la Orden Real de 1503 sobre matrimonios mixtos, dirigida al gobernador Ovando.

“Otrosy, mandamos que el dicho nuestro gobernador e las personas que por él fueren nombrados para tener cargo de las dichas poblaçiones, e asy mismo los dichos capellanes, procuren como los dichos yndios se casen con sus mujeres en fas de la santa madre yglesia; e que asy mismo procuren que algunos christianos se casen con algunas mugeres yndias, e las mugeres christianas con algunos yndios, porque los unos e los otros se comuniquen y enseñen para ser doctrinados en las cosas de nuestra sancta fee católica”.

El fomento de los matrimonios mixtos era conveniente para ambas partes. Por un lado, los castellanos lograban incrustarse en las sociedades originarias, mientras que los naturales obtenían la protección de la legislación peninsular, pero sobre todo se asimilaban al nuevo mundo que se estaba forjando.

Ahora bien, el vértigo de la exploración y de la guerra emprendidas por los castellanos que llegaron a las tierras que acabarían llamándose americanas, tiene un hijo natural: el mestizaje. Como ocurre habitualmente, la legislación llegó para darle cauce a un hecho, en este caso, la unión de los exploradores-soldados, con mujeres de los pueblos con los que trababan contacto.

La ley del 19 de octubre de 1514 sobre el mestizaje daba un tardío sustento jurídico a una realidad que llevaba ya décadas, que era el amancebamiento entre castellanos e indias. Así lo recogía la nueva legislación.

“Es nuestra voluntad, que los Indios e Indias tengan, como deben, entera libertad para casarse con quien quisieren, así con Indios, como con naturales de estos nuestros Reynos, o Españoles, nacidos en las Indias, y que en esto no se les ponga impedimento. Y mandamos que ninguna orden nuestra, que se hubiere dado, o por Nos fuere dada, pueda impedir, ni impida el matrimonio entre los Indios e Indias con Españoles, o Españolas, y que  todos tengan entera libertad de casarse con quien quisieren, y nuestras Audiencias procuren que así se guarde y cumpla¨ (ley 2, tít, I, Lib. VI)

Esta libertad que se otorgó a los indios y a los castellanos iba a verse rebasada una vez más en el caso de la expedición encabezada por Hernán Cortés. Cuando el contingente de castellanos y cempoaltecas pactó la alianza con los tlatoque de los altepeme tlaxcaltecas, estos señores cedieron a varias de sus hijas en matrimonio a los jefes castellanos, siguiendo una práctica habitual en ambos mundos, para garantizar y afianzar los pactos establecidos.

En varios casos, las mujeres indias eran rápidamente bautizadas para que los europeos tuvieran compañeras sexuales, sin romper del todo con la doctrina (no se puede obviar que muchos de esos exploradores-soldados ya estaban casados, como fue el caso de Hernán Cortés, lo que no les impidió tomar a las mujeres que les ofrecían sus nuevos aliados).

Sin embargo, también es indudable que esas mujeres tlaxcaltecas, como Luisa Xicohténcatl, hija de Xicohténcatl el Huehue y unida a Pedro de Alvarado, acabarían jugando un papel fundamental al lado de sus nuevas parejas, acompañándolos en sus aventuras bélicas, como consigna el Lienzo de Tlaxcala, donde se las ve portando materiales, pero también participando en las reuniones, encabezando escuadrones y mandando en el campo de batalla. En suma, se trató de auténticas guerreras.

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