Gobernador@s y líderes políticos del país, casi en unísono, se han volcado en elogios y tributos al presidente saliente. Juran y perjuran que es el mejor en la historia de México, prometen honrar su herencia política, como muestra de lealtad que roza lo ceremonioso.
Estas expresiones remiten a uno de los ensayos más emblemáticos de Octavio Paz: “Los hijos de la Malinche”, donde se retrata al mexicano como un ser con “poco padre y mucha madre”.
La figura del padre, en este contexto, adquiere una connotación simbólica particular: es el líder fuerte, el que dicta el camino, pero que se va, dejándolos en una especie de orfandad.
La despedida del presidente no sólo es política, sino que toca fibras emocionales profundas en una cultura que, según Paz, ha luchado siempre con la noción del abandono.
Con la partida del “padre”, surge una sensación de pérdida, de desamparo temporal, hasta que aparezca una nueva figura de autoridad.
Como el país se reinventa cada seis años, la llegada de la presidenta, la primera en la historia, cambian las reglas del juego. De manera casi automática, la sensación de orfandad política se transforma en expectativa de un nuevo comienzo.
La figura del presidente como “padre” da paso a la presidenta como la “madre” que el pueblo anhela, alguien que no solo gobierne, sino que también proteja, nutra y encamine con mano firme pero compasiva.
Este cambio de gobierno no es solo un relevo en el poder, sino un reflejo de cómo, en lo profundo, la política mexicana sigue reproduciendo dinámicas simbólicas que evocan roles familiares.
El padre que se va deja un vacío, pero es la madre la que llega para llenarlo, marcando un nuevo ciclo en el interminable juego de la reinvención nacional.