Domingo, marzo 23, 2025

Generales sin partido

A nadie sorprende hoy saber que las fuerzas armadas poseen no sólo poder político, sino que también tienen un gran poder social, cultural y simbólico, pues pasaron a ser el pilar en el que reposa el discurso desarrollista de la Cuarta Transformación. Por ende, desde este sexenio poseen recursos económicos demenciales –nunca asignados a las corporaciones castrenses– que fungen también como macroempresas constructoras de trenes, refinerías y aeropuertos, así como administradores de fronteras–aduanas, mares y del espacio aéreo nacional, paralelamente dicen resguardar la soberanía nacional y, además, velar por la seguridad ciudadana, como si se tratara de una policía civil. Aún está vigente el debate sobre la Guardia Nacional, que el Poder Ejecutivo se empeña en entregar su mando a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), la cereza del pastel.

Muchos dirán que eso no es novedad, que eso no es algo nuevo, que desde siempre las fuerzas armadas han mantenido poder, el cual les permite negociar con los gobiernos sus necesidades y conveniencias, argumento que sería parcialmente cierto, pero realmente es algo inconsistente, esto por varios motivos.

Sin duda, la historia mexicana del siglo XX está plagada de militares como actores centrales del quehacer político, podemos comenzar con el cenit, el vigor y colapso del gobierno de Porfirio Díaz, el cual acarreó una pugna inigualable por el poder entre liderazgos intelectuales civiles que operaban en múltiples regiones de la República al estilo de los hermanos Flores Magón, Madero y sus clubes antirreeleccionistas, así como también liderazgos armados al estilo de Villa y Zapata. No obstante, la resolución de mantener la presidencia en manos de un militar al estilo Huerta fue una de las mejores opciones de entre las cúpulas militares, empresariales y políticas de la época. La estabilidad política creada a imagen y semejanza de la figura castrense en México seguía siendo una realidad, que no se desmontó, sino fue hasta mediados de la década de los años cuarenta.

No es fortuito que las próximas presidencias, desde Carranza hasta Cárdenas, salvo el intervalo del Maximato, hayan sido un ferviente periodo de generales o prestigiosos militares locales en juego, los cuales disputaban la silla presidencial. El Poder Ejecutivo tenía una patente castrense, la Revolución no se bajaba del caballo, el plomo y la traición. Esto hasta que el instrumento disciplinar fue el partidazo, Partido Revolucionario Institucional (PRI), hijo del Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y nieto del Partido Nacional Revolucionario (PNR).

Este instrumento reordenó el juego del poder político, creó nuevas coordenadas de obediencia a la figura presidencial y legalizó las prácticas políticas que desde el porfiriato se habían practicado y permanecían naturalizadas a pesar de la convulsión de nuestra infructuosa Revolución.

Desde entonces, las fuerzas armadas, no sin múltiples resistencias, fueron supeditadas a la decisión del Poder Ejecutivo–civil, el cual siempre jugó un juego de estira y afloja con las instituciones castrenses, para que todo fuera armónico, sin que la Constitución fuera vulnerada y los poderes sufrieran un desequilibrio.

En el reciente sexenio ese equilibrio se inclinó, semeja lo que parece ser una ruptura en esas relaciones, la cual a corto plazo devendrá en algún serio problema. Este cambio acaeció cuando el presidente López Obrador apostó por utilizar a las fuerzas armadas para afianzar su poder presidencial, de ser el comandante supremo pasó a ser el camarada condescendiente, el que se dedicó a colgar sonrisas a la corporaciones armadas antes que resistir las presiones que, desde Calderón y Peña Nieto, venían las institución castrenses ejerciendo en temas de presupuestos y autonomía política. El uso cuasi populista de Obrador a las fuerzas armadas devela un endoso de poder no sólo político, económico, cultural y social, el cual será difícil enmendar después de que el fenómeno Obrador perezca, desaparezca –si es que eso sucede– del ejercicio del poder político.

Hasta antes de 2018 los múltiples gobiernos mantuvieron relaciones diferenciadas con las fuerzas armadas, no fueron homogéneas, pero tampoco de tensión a pesar de las alternancias o las transiciones políticas. La relaciones habían sido estables tanto por el principio de subordinación como el principio disciplinar de las fuerzas armadas mexicanas, así como por los acuerdos y las coincidencias de este cuerpo castrense con los diferentes gobiernos en turno. Sin duda, los pactos o acuerdos alcanzados habían trascendido sexenios y colores gubernamentales. La Constitución había alcanzado para regular el poder político de las fuerzas armadas, disciplinarlas y supeditarlas, el partidazo y el Poder Ejecutivo se imponían legal y tradicionalmente. Quizá podremos excusar en el futuro a López Obrador, podríamos argumentar que a él le tocaba concretar un proyecto político de las fuerzas armadas que venía pujando desde un pasado remoto, que no tenía otra opción más que concretar ese proyecto nacional de establecer un populismo militarista, pero, lo que sí es muy claro, es que desde su presidencia, el poder militar no está ya supeditado el poder civil, que se le ha otorgado autonomía, delegado espacios de decisión que eran propios del Poder Ejecutivo. Ejemplos pueden, en lo que va de este sexenio, sobrar: el caso Salvador Cienfuegos, el caso Ayotzinapa, en donde la autonomía política y de decisión a las fuerzas castrenses se traduce en un principio de inocencia e impunidad.

Desde hoy el tema de la tentación autoritaria–totalitaria de la milicia es algo que debamos poner más atención, justo cuando el endoso de poder se ha concretado y no parece haber autoridad civil que frene la decisión y acción política de las fuerzas armadas, ni constitucional, ni presidencial, ni partido ni dependencia civil que aglutine y discipline su accionar.

Sin duda, este conjunto de hechos abre una nueva era de generales sin partido que poseen un demencial poder político. Peligrosa fórmula para un país que tiene una historia como la nuestra.

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