Nosotros, los hijos de la nostalgia, conocimos el rock gracias a un artilugio mercadotécnico llamado Rock en tu idioma. Por supuesto que sabíamos de unos tipos llamados The Beatles, aunque aquel sonido era el de nuestros padres, no el nuestro. También estaban los Doors y ese viajero de múltiples dimensiones de nombre Jim Morrison. La música de los angelinos era más cercana a muchos de nosotros: más sucia, agresiva, disruptiva, rebelde, extraña.
En aquellos días de los años ochenta el rock era tabú. Cosa de drogos malvivientes. Se venía del rebelde sin causa debidamente domesticado por el rocanrol y las malas pelis de los años sesenta; un rocanrol pasteurizado, libre de gérmenes nocivos, con covers descafeinados, despojados de la rebeldía de las versiones originales en inglés.
En los años ochenta, la radio escupía balada tras balada a cuál más cursis, adocenadas, ñoñas. Era la dictadura de Siempre en domingo. Sencillamente horrible. Entonces, en la subcultura de la Ciudad de México comenzó a gestarse un movimiento distinto, heredero de los hoyos funkys y cafés donde brillaron tipos como Álex Lora y Javier Bátiz. Luego apareció Rockotitlán y todo cambió. Era 1985.
Para ese ya se habían formado y desaparecido Las insólitas imágenes de Aurora, la banda donde coincidieron por primera vez Alejandro Marcóvich, Alfonso André y Saúl Hernández. Tras un par de años, la banda se disolvió y vino una nueva historia (esta sí buena, no como la de acá). Llegó el tiempo de Caifanes.
El dinero siempre huele al dinero. Las disqueras vieron un filón de dinero en el movimiento rockero emergente de los años ochenta. En España estaba la Movida, en Argentina ya sonaba el sonido de Soda Stéreo y de otras bandas, como Virus y el inclasificable Charly García, además de Miguel Mateos y Laureano Brizuela, más cercanos al pop. Surgió Rock en tu idioma, una iniciativa de BMG Ariola que aprovechó la ola y vendió una marca que hasta la fecha sigue dejando dividendos.
La armada mexicana, formada por grupos como Fobia, Neón, Bon y los Enemigos del Silencio y La Maldita Vecindad, se consolidó gracias a la apuesta de la disquera. Y entre esas bandas sobresalió Caifanes. Fue allá por 1988 cuando por estos rumbos comenzamos a escuchar rolas como “Viento” y “Mátenme porque me muero”. En los videos de esas canciones se veía a unos fulanos delgadísimos de greña larga, y que después supe tenían un look “gótico”, incluyendo mucho delineador. Súper wau.
Yo escuchaba sus rolas en Stereo 97.7. Era la única señal donde se programaba rock en español y que hertzianamente saltaba la muralla verde de cerros que rodea a la Ciudad de México. Muchos años después oí hablar de Rock 101 y de Luis Gerardo Salas. Pero la señal de esa radiodifusora era debilísima. No llegaba hasta acá, que vivíamos atrapados en una esfera de miel baladera.
Luego vino “La negra Tomasa” (ni idea que se trataba de una canción cubana). En un EP había tres versiones de esa canción, además de “Perdí mi ojo de venado” (aún tengo mi casete original, aunque está atrapado en un autoestéreo). En esas tres versiones de “La negra Tomasa” había una llamada “Tropical”. Alucinante. Sencillamente magistral. Así que el rock sabía expresarse de muchas formas. Vaya, vaya. De allí el resto es crónica.
Ahora ver a Saúl, Alfonso y Diego (Caifanes al 60 por ciento) es ver ese tiempo que no se ha detenido muchos años. Los vi en 2012, cuando vinieron al Tlahuicole en la gira del reencuentro, con Sabo y Alejandro; después me topé con ellos en Cholula, en 2019, ya sin Alejandro, enfermo como estaba. Entonces te das cuenta de que hemos envejecido juntos.