En los pasillos de la universidad un eco silencioso resuena, un vacío que no existía. La presencia acostumbrada entre la comunidad se convierte, de manera repentina, en ausencia. Lo que genera inquietud palpable entre toda la comunidad.
El faro que ilumina cada nuevo desafío y celebración, se apaga de manera inesperada. En fechas cruciales del año académico, cuando la universidad conmemora su legado y forja su futuro, esa presencia se esfuma, en su estela deja una sombra de incertidumbre.
Los rumores y las especulaciones se multiplican, mientras los niveles intermedios de la administración asumen roles que deben ser liderados desde la cima. Pero, ¿cómo pueden reemplazar la autoridad, la experiencia y la visión que emanan de la máxima representación institucional?
Porque en momentos cruciales, cuando se enfrentan desafíos presupuestarios o se proyecta el crecimiento de la matrícula, esa voz se vuelve indispensable. Su ausencia deja un vacío que no puede ser llenado fácilmente por otros, por más capaces que sean.
Es como si el faro se hubiera apagado en medio de una tormenta. Deja a la nave a merced de los elementos, en los que muchos se aprovechan. Los tripulantes, desorientados, buscan en vano la luz que les brinda seguridad y dirección, que al no encontrarlo toman la propia.
La comunidad espera el regreso del capitán que guíe la institución con mano firme y visión clara. Sólo esa presencia y esa voz pueden disipar las sombras que se ciernen sobre el futuro y reencender la esperanza de un rumbo seguro.
Porque una universidad sin timón, es un barco a la deriva, expuesto a los caprichos de los vientos y las olas. Y eso es algo que el alma máter no puede permitirse, si quiere navegar con confianza hacia horizontes de excelencia y progreso.