En el vientre de Tlaxcala, bajo la techumbre del tianguis sabatino, donde los aromas del mole y el incienso se mezclan con el frío aire de diciembre, los integrantes de la familia mestiza comparten algo más que un taco sudado: sus historias, recuerdos y la inevitable transformación de los usos y costumbres.
Sábila, una mujer de ojos vivaces y manos curtidas por el cultivo de hierbas medicinales, acomoda las macetas de albahaca y romero mientras lanza una pregunta al grupo:
—¿Ustedes creen que lo que hacemos en el tianguis sigue siendo como lo hacían nuestras abuelas y abuelos?
Teutila, la vendedora de textiles bordados, levanta la vista del telar portátil, donde teje una bufanda de lana teñida con tintes naturales.
—Yo creo que sí, pero con un toque moderno. Miren, antes predominaba el trueque, ahora ya hasta aceptamos transferencias por el celular. ¡Qué diría mi abuela si supiera que el dinero ahora viaja por el aire!
Jicotencal, un hombre robusto que maneja un puesto de semillas y granos, ríe mientras sacude el polvo de un costal de maíz azul.
—Lo que dirían es que nos hemos vuelto muy haraganes. Pero díganme, ¿no es esto lo mismo que hacían los cuatro señoríos? Reunirse para intercambiar, para compartir… claro, sin tanto “WhatsApp”.
El grupo estalla en carcajadas. Margarito, el más veterano del grupo, con su bastón tallado y su canasta de figuras de madera, se sienta en un banco junto a ellos. Con voz pausada, como si cada palabra buscara su lugar en el aire.
—Eso es cierto. Lo importante es que no hemos perdido el espíritu de comunidad. Aunque, claro, hay cosas que ya no son como antes.
Tradiciones actualizadas al presente
Tránsito, el más joven, que vende juguetes de hojalata y trompos de madera, se cruza de brazos.
—¿Como qué, Margarito?
El primo se ajusta el sombrero y señala con el bastón hacia la esquina donde una joven ofrece tamales envueltos en plástico.
—Antes no se trataba solo de vender. Había un respeto por el proceso, por la ceremonia detrás de cada cosa que hacíamos. Ahora, es más rápido, más práctico, pero también más vacío a veces.
El frío comienza a calar, pero el calor de la conversación mantiene a las y los primos inmersos en su intercambio. Teutila recuerda cómo, en su infancia, las piñatas de barro eran esenciales en las posadas.
—Las hacíamos con nuestras manos, con cuidado de no romperlas antes de tiempo. Ahora, las hacen de cartón, y aunque son bonitas, ya no tienen la magia de cuando las colgábamos entre los árboles y llenábamos las ollas con cañas y tejocotes.
—Pero al menos seguimos con las posadas —interrumpe Tránsito—. En mi barrio, los niños todavía salen con velas y piden posada. Eso no ha cambiado, aunque después prefieran dulces gringos.
—Eso es hibridación —dice Jicotencal con tono solemne, como si hubiera leído a García Canclini esa misma mañana—. Lo viejo y lo nuevo conviven. Mira, el mole que vendo viene de una receta de mi abuela, pero los turistas lo quieren con quinoa y kale. ¿Qué hago? Les doy lo que piden.
Sábila asiente, mientras saca una botellita de aceite esencial que ella misma prepara.
—Lo importante es no perder la raíz. Por ejemplo, yo uso hierbas que vienen de los rituales de nuestros antepasados, pero las vendo como aromaterapia. La gente busca sanar, igual que antes, pero ahora lo llaman de otra manera.
El sistema de cargos y los líderes invisibles
La plática se desliza hacia el tema del sistema de cargos, tan arraigado en las comunidades tlaxcaltecas. Margarito, que ha sido mayordomo en su barrio, explica la importancia de los cargos en las festividades.
—Ser mayordomo no es solo un título, es una responsabilidad. Hay que organizar las fiestas, cuidar la iglesia y asegurarse de que todos en la comunidad estén incluidos. Pero ahora…
—¿Ahora qué? —pregunta Tránsito, siempre curioso.
—Ahora, algunos lo ven como un trámite, una carga que quieren evitar. Y eso que antes no había presupuesto del gobierno ni apoyos para fiestas. Todo salía de nuestros bolsillos y del corazón.
Jicotencal suspira.
—Es que la gente ya no tiene tiempo, Margarito. La vida moderna nos tiene corriendo de aquí para allá. Aun así, yo veo que la tradición sigue viva. En mi pueblo todavía se eligen los cargos por costumbre, y los más sabios son los que guían.
Teutila agrega con orgullo:
—Eso sí, nuestras costumbres están protegidas. No como en otros estados donde han perdido el derecho de elegir a sus líderes por usos y costumbres.
El espíritu navideño y el tianguis
Mientras hablan, el tianguis se llena del bullicio típico de la temporada navideña. Un mariachi comienza a tocar villancicos, y las luces de colores adornan los puestos. El grupo se permite un momento para observar el movimiento a su alrededor.
—Miren eso —dijo Sábila, señalando a una familia que compra un nacimiento tallado en madera—. La Navidad aquí sigue siendo nuestra, aunque haya cosas que cambien.
—Y el tianguis es parte de eso —agrega Tránsito—. Aquí no solo vendemos, compartimos historias, mantenemos vivas nuestras tradiciones.
El aroma del ponche de frutas invade el aire, y una vendedora pasa ofreciendo vasos humeantes. Jicotencal compra uno para cada uno y levanta su vaso en un brindis improvisado.
—Por nosotros, por el tianguis y por Tlaxcala, que sigue siendo el vientre de nuestras costumbres.
Un balance entre lo viejo y lo nuevo
La conversación continúa hasta que el sol comienza a ocultarse. Los cinco, abrigados contra el frío, comienzan a recoger sus puestos, pero no sin antes compartir un último pensamiento.
—Al final —dice Margarito—, lo importante no es si hacemos las cosas exactamente como antes. Lo que importa es que las hacemos juntos, con el mismo espíritu. Eso es lo que mantiene viva nuestra comunidad.
El grupo asiente en silencio, cada uno reflexionando sobre lo dicho. Entre risas y anécdotas, los cinco integrantes de la familia mestiza demuestran que, aunque el mundo cambia, el alma de Tlaxcala sigue firme, latiendo al ritmo del tianguis y las costumbres que unen a su gente.
Y así, entre el eco de los villancicos y el murmullo de las despedidas, el tianguis sabatino de Tlaxcala cierra otro día, dejando en el aire la promesa de que las tradiciones, como las piñatas de barro, se romperán, pero siempre para llenarse de algo nuevo y valioso.