El acuerdo de Escazú tiene por objetivo “la implementación plena y efectiva en América Latina y el Caribe de los derechos de acceso a la información ambiental, participación pública en los procesos de toma de decisiones ambientales y acceso a la justicia en asuntos ambientales”. En su artículo 7 señala que “garantizará mecanismos de participación del público en los procesos de toma de decisiones, revisiones, reexaminaciones o actualizaciones relativos a proyectos y actividades, así como en otros procesos de autorizaciones ambientales que tengan o puedan tener un impacto significativo sobre el medio ambiente, incluyendo cuando puedan afectar la salud”.
Considerando que la Cuenca del Alto Atoyac o Atoyac–Zahuapan, es una Región de Emergencia Sanitaria y Ambiental, este tipo de derechos deberían tener la máxima aplicación, de tal manera que desarrollo vaya de la mano con el cuidado de las personas y de los ecosistemas.
Lo anterior, sin embargo, no está ocurriendo así, y ello lo podemos notar en diversos proyectos que se han desarrollado en los últimos años en la región Puebla–Tlaxcala, como son la instalación de paneles solares en Calpulalpan, el intento de la construcción del libramiento Calpulalpan, las acciones desarrolladas para el saneamiento del río Atoyac, la atención al escarabajo descortezador en la Matlalcuéyetl, o el recién impulsado parque Tlalli, también en la Matlalcuéyetl. Eso es así, porque el actual modelo económico que impulsan los gobiernos está basado en el capitalismo, que tiene como principios la propiedad privada, la libre competencia y la acumulación de capital.
Desde el inicio de la etapa neoliberal, y hasta la fecha, seguimos viviendo lo que el doctor Andrés Barreda Marín llama el desvío de poder. Es decir que el gobierno, en lugar de proteger y garantizar los derechos humanos de las personas y de los pueblos, genera las condiciones para que las empresas obtengan grandes beneficios económicos, a costa de los bajos salarios, la destrucción de la naturaleza y la salud de las personas, quienes sufren cada vez más enfermedades relacionadas con sustancias tóxicas generadas por procesos industriales.
En las últimas décadas, principalmente a partir de las alternancias en el gobierno de la República y de los estados, se nos ha hecho creer que basta una democracia representativa para que exista una ciudadanía activa y comprometida. Se nos hace creer que votar, opinar, organizarse y participar en los procesos electorales es suficiente para incidir en el rumbo político, social, cultural y económico de la nación. Pero eso no es así, ya que, dado que quienes controlan las grandes empresas, bancos, medios de comunicación y recursos naturales gozan de un poder que no depende del voto de la ciudadanía, sus acciones no tienen por qué beneficiarla. Este poder de la clase empresarial se traduce en la capacidad para influir en leyes, regulaciones, políticas fiscales, ambientales o laborales, para asegurarse mayores ganancias, no importa si ello implica la destrucción de ecosistemas centenarios y milenarios o que la gente enferme y muera.
A pesar de lo anterior, en México han existido y existen expresiones de la democracia participativa, que busca informarse y organizarse para incidir en la vida pública más allá de las elecciones; que se preocupa por el cuidado de los ecosistemas, de la salud de las personas, porque las futuras generaciones tengan garantizadas las mejores condiciones de vida y, en general, se preocupan por el bien común. Esta forma de participación ciudadana está presente en los movimientos sociales, sindicatos, cooperativas, organizaciones vecinales y pueblos originarios que actúan desde prácticas de intervención directa, colectiva, de autogestión, e incidiendo para hacer contrapeso al poder de las industrias. Esta forma de participación se basa en la solidaridad, la deliberación colectiva y la reapropiación de lo común. Desafortunadamente, esta forma de participación ciudadana real enfrenta enormes obstáculos como la represión estatal, falta de recursos, criminalización, cooptación o descalificación mediática.
Desde la perspectiva de los derechos humanos, es necesario que las comunidades y colectivos, devastados socioambientalmente por los procesos de industrialización o en riesgo de ello, fortalezcamos nuestros procesos organizativos, pues ahí está el verdadero contrapeso para obligar al gobierno a garantizar nuestros derechos humanos y de pueblos, tal y como lo ha firmado y ratificado en diversos instrumentos internacionales. No hacerlo es condenarnos y condenar a las generaciones futuras a la explotación, destrucción y a la muerte.