Los grandes Ismos del siglo pasado mostraron al mundo la cara de los regímenes totalitarios, basta con observar Alemania, España y la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El fascismo y el comunismo fueron el más vivo ejemplo de cómo occidente insertó sus estrategias de exterminio dentro de los confines europeos, en aras de sostener y ampliar un régimen que, a sus ojos, era digno de gobernar el mundo.
El horror desatado por estos regímenes fue propio de una guerra total, todos los demás fueron sus enemigos totales, izquierdas y derechas, fascismo y comunismo fincaron en la destrucción el paradigma de un nuevo orden. La democracia, como aparente triunfante colonizó la política global y se colocó como un régimen pacifista, como un sistema político que logró erradicar el principio de la destrucción como refundación de la sociedad global. El neoliberalismo económico, según, sería el “equilibrio” de los mercados y las tentaciones totalitarias de esos mundos cerrados.
La esperanza de la democracia como paradigma último de la humanidad comenzó a dar sus primeros tropiezos al encontrarse espacios en guerra, fue el tiempo de las pequeñas guerras en tiempos de paz, el cual no ha concluido. Barbaries y horrores perpetrados contra las comunidades que se resistían a entrar al mundo de la globalización y el neoliberalismo económico, guerra contra las territorios dignos de conquista del nuevo orden, guerra contra las poblaciones que, desde el origen de los tiempos siempre se han considerado una otredad para los detentadores del nuevo poder democrático y neoliberal fondeado en los Estados Unidos de Norteamérica.
El enemigo total o parcial dejó de ser el fascismo –si es que un día lo fue como tal– no así el comunismo y los comunistas, los cuales habían sido derrotados y la caída del Muro de Berlín fue simbólicamente su muerte. La democracia, como cualquier sistema político no podía vivir sin enemigos, pronto los enemigos totales y parciales se dibujaron en las minorías originarias del globo, aquellas minorías que representaban una amenaza económica, ilegal y aquellas otras que frenaban los procesos de desarrollo interno, así como despojo y explotación total de la tierra, el agua y múltiples recursos expropiables.
Aparecieron como enemigos todas las comunidades originarias e indígenas que, a través de las resistencias frenan el despojo de sus tierras, recursos y, hasta a su propio exterminio como comunidad, sus formas de gobierno y autonomías. Posteriormente emergieron como enemigos esos grupos locales y transnacionales que se dedican al mercado ilegal, anclado en la producción, siembra y trasiego de drogas, así como a la proliferación de jugosos negocios locales y transnacionales ilegales. Emergieron también los grupo migrantes pauperizados como esos enemigos que ponen en riesgo la estabilidad social, la paz de las regiones elegidas como destino, la estabilidad económica y el desarrollo de los países denominados “primer mundo”, tanto en Europa como en los Estados Unidos de Norteamérica.
En estas categorías, fueron realmente los “atentados terroristas” acaecidos el 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas, en el centro económico de Nueva York, lo que marcó un antes y un después en la configuración de un enemigo global, enfrentar ese enemigo implicaba un cambio importante en el manejo de las emociones y el miedo.
Las emociones y el miedo fueron la columna vertebral que el gobierno estadunidense y algunos otros más en Europa utilizaron para generar a nivel global un sentimiento de pánico, el pánico consistió en el uso político del miedo. El colapso de las Torres Gemelas marcó la génesis de la era posestructural o posmoderna, con ello devino la emergencia del Giro Emocional como parte de la guerra democrática, la cual se extendió a Afganistán, el Medio Oriente y hoy por otros medios y actores, al final asociados, contra países como es Palestina o el Líbano, por ejemplo.
La política interna y externa de Norteamérica, así como la prensa global, han consolidado un nuevo orden sentimental, hablan, escriben y establecen un régimen emocional en el que el miedo, el riesgo y la vulnerabilidad total fungieron como un articulador de lo político y lo social. El miedo y el riesgo se consolidaron como las más modernas de las emociones.
El uso político del terrorismo que ha hecho el gobierno norteamericano y sus aliados les ha permitido consolidar comunidades emocionales, es decir: grupos de personas situadas tanto local como globalmente que comparten intereses, valores, objetivos, comportamientos, discursos y formas de pensar.
Estas comunidades a mediano y largo plazo terminaron por conformar regímenes emocionales regidos por reglamentos afectivos y rituales oficiales que normaron sus emociones, las cuales son susceptibles de ser utilizadas en el momento adecuado, basta con observar los discursos del republicano Donald Trump durante su campaña política, y los cuales seguramente refrendará durante su próximo mandato en el gobierno estadunidense.
Nuevamente el triunfo del odio, a través del uso político del miedo, miedo al otro, a la otredad “histórica”: migrantes, terroristas, musulmanes, narcotraficantes e indígenas o nativos. Enemigos totales y enemigos internos a los cuales se les debe declarar abierta y deliberadamente, la “guerra total”. El triunfo del odio significa que más de 150 millones de norteamericanos y, muchos millones más fuera de ese país, coinciden que esa también es su histórica tarea.