Un legendario personaje de la política mexicana señaló: “el poder atonta a los inteligentes y a los tontos los vuelve locos”; se podría decir también: “el poder aturde a los inteligentes y enloquece a los pendejos”. Sea como sea, tal parece que en este país la percepción del poder es tan arqueada como la mente de aquellos que asumen poseerlo únicamente por estar apostados en una silla o un cómodo sillón reclinable desde los cuales observan las proporciones de su “grandeza”.
Esos “poderosos” semejan reyes desnudos ante su multitud que los aclama cual súbditos en turno, les aplauden y les aconsejan como si la función de esos súbditos fuera ser el “espejito, espejito” de la malvada enemiga de Blancanieves.
Estos “poderosos” personajes actúan como si el poder únicamente dependiera de las relaciones verticales que tejen desde la cumbre de su “estatus”, de su “poder”, siempre prestado. No hay capitales económicos, sociales, políticos o culturales que alcancen para ejercer el “poder” de manera permanente, los ciclos de la vida acomodan y descolocan a todo y a todos, a unos más rápido que a otros.
Pero eso a nuestros “poderosos” personajes no les importa, asumen que el “poder” es una pócima mágica que, al poseerla, ésta nunca los abandonará, como si de una eterna lámpara maravillosa se tratara, la cual por el simple deseo del amo ésta los facultara para elaborar válidos discursos, verdades incuestionables y experiencias positivas en sus vasallos, orillándolos a rendir homenaje, a cederle sus derechos más elementales, su dignidad y el actuar en consecuencia de las necesidades y anhelos de su amo en turno. En términos generales, moldeando el presente y planeando el futuro, acomodando siempre todo para sí.
Lo paradójico de nuestros actores que reposan en las sillas y sillones del “poder”, es que asumen que la posesión de éste y su ejercicio es algo estático, algo inamovible, algo que les pertenece y nada ni nadie se los debe o puede arrebatar. Cuando, por el contrario, el “poder” es algo que no pertenece a nadie en absoluto, es un bien que se arrebata, se presta, se empeña y, en el menor de los casos, se hereda. El “poder” no tiene dueños, está en todos lados, pertenece a todos aun a aquellas personas que no cuentan con ningún tipo de capitales, méritos o suerte para aprehenderlo, moldearlo y ejercerlo.
Nuestros personajes con “poder” asumen que ya es algo de su patrimonio, un logro de vida, algo más que merecido, puesto que anduvieron por la vida arrastrándose, recogiendo las migajas del “poder” que sus amos, patrones o gobernantes dejaron a su paso. Se lo han ganado por caminar a su lado, ponerles el paraguas, lustrar su calzado, limpiar sus huellas y guardar silencio ante las más aberrantes acciones realizadas para mantener su “poder”, ese “poder” que también a ellos les fue prestado por un determinado tiempo.
Siempre el vasallo del “poder” alguna vez llegará a tener un pequeño trozo, lo utilizará desquiciadamente para sí y en detrimento de los demás. El espíritu de venganza siempre está presente, es una pulsión que anida en lo más profundo de las personas anhelantes del “poder”, de ese “poder” centralizado y centralizador, aunque, en la realidad, esos detentadores de “poder” no sean capaces, no tengan actitud, aptitud ni fuerza para hacer nada con él, incluso, muchas veces, no se poseen ni se gobiernan a sí mismos. La dignidad la dejaron olvidada en algún lugar en el que caminaron para obtener ese “poder”.
Sin duda, hoy atestiguamos el tiempo de inteligentes atontados y de pendejos enloquecidos, informalmente ha comenzado la carrera por el “poder”, donde todos saben que se van y se esfuerzan al punto del ridículo por mantenerse en la silla o el sillón prestado. Una vez más asistimos a la penosa procesión por el “poder”, ese “poder” local, muy local y localizado.
En nuestros “poderosos” aún permanece la aldeana percepción del “poder”, la que pondera su centralización, esa percepción ensimismada en sí y de sí, que sólo ve hacia adentro y pregunta única y continuamente a su “espejito, espejito” sobre su “poderío” en el porvenir.
Esa lógica impide al “poderoso” voltear hacia afuera, no le permite a ese rey desnudo computar los días que faltan para que a su “poder” prestado le llegue la fecha de caducidad y regrese, de nueva cuenta, al lugar del que emergió, al lugar de resignado súbdito y, desde ahí, comenzar de nuevo con las labores de vasallaje.
