Como muchos otros, Jorge Ibargüengoitia tuvo la mala suerte de haber nacido en México. Pero también, como a muchos otros, este país le dio el material necesario para escribir lo que acabó escribiendo. Qué se le va a hacer.
La primera obra que leí de Ibargüengoitia fue Las muertas (1977), la novela basada en el caso de las Poquianchis, y que el propio autor consideraba como una de sus obras “serias”. Aquella primera vez me dio la impresión de que había un aire rulfiano en el relato, nomás por haberme topado con la palabra “huizache”, que no sé por qué me hizo pensar en el cuento “El hombre”, de Rulfo. Quizás porque ambas narraciones transcurren en territorios que reflejan la aridez de sus historias y de sus personajes.
Pero Ibargüengoitia nada tiene que ver con Rulfo. Sus obras gravitan en rutas muy distintas.
Juan Rulfo es el no va más de la literatura trágica, casi sin visos de humor, ironía o sátira. Lo más cercano a la risa en la obra de Rulfo se encuentra, principalmente, en algunos pasajes de “Anacleto Morones”. Ya desde el paronomásico nombre del narrador Lucas Lucatero se aprecia una intención lúdica en el relato. También hay algunas briznas de ironía en “Nos han dado la tierra”, “La Cuesta de las Comadres” y “Luvina” (“… y me dijeron que no, que el gobierno no tenía madre”, le revira un anónimo habitante del pueblo al narrador-personaje que ha llegado para esparcir entre los cetrinos habitantes de Luvina las bendiciones de la 3T).
En cambio, Jorge Ibargüengoitia recurre a una de las forasteras de la literatura mexicana: la risa. En varias ocasiones mencionó que él no era solo un humorista. Pero ese es su piso: un humor de amplio registro, aunque casi siempre con tonalidades renegridas. Eso se aprecia en Las muertas.
Ángel Rama —el sagaz crítico uruguayo que falleció en el mismo avionazo que le costó la vida a Ibargüengoitia—, describió al escritor guanajuatense como un Guadalupe Posada de las letras mexicanas debido a su “impasible humor cuya carga satírica no es menor que la del obispo Swift”, es decir, Jonathan Swift. Rama intuye la vena satírica de Ibargüengoitia, desde donde se columpia hasta la parodia. Una y otra vez ensaya con este género, tan frecuentado en el cine mexicano, uno de los grandes pendientes del cuevanense.
Al abordar esta novela, Octavio Paz destaca el tono humorístico, y sentencia: “El humorista es siempre un humorista. Serio como Buster Keaton, Ibargüengoitia nos hace reír”. Sí, pero a qué precio.
En realidad, Ibargüengoitia es un reaccionario inconfeso. A vuelo de pájaro, se aprecia en sus crónicas y artículos periodísticos un profundo desprecio hacia la gente que a la sazón detentaba el poder, esos cachorros de la Revolución, como los bautizó Vicente Lombardo Toledano, que se hincharon de riquezas y de poder, como sanguijuelas.
El desprecio hacia la realidad mexicana que le tocó padecer, y contra la que tuvo que lidiar, se trasmuta en un tono marcado por la incertidumbre moral. Ese tono es el eje de Las muertas. El reaccionarismo de Ibargüengoitia se cristaliza en el escarnio de políticos, periodistas, clérigos, policías, militares, abogados, médicos, jueces, clientes de los burdeles, “buenas conciencias”, la opinión pública y, por supuesto, las madrotas que aparecen en la novela. “La risa es una defensa contra lo intolerable”, añade Octavio Paz. Pero hay más.
Ibargüengoitia no se reduce a ser un mero payasito de camión urbano (con el debido respeto y como lamentablemente sí hace Luis Estrada en la serie que acaba de producir para Netflix). Ibargüengoitia escribe desde la indeterminación moral dictada por su condición reaccionaria. Reprueba los hechos ejecutados por los personajes, pero no se atreve a emitir un juicio implacable.
Esa misma incertidumbre marca a otras de sus obras, sobre todo aquellas que abordan pasajes de la historia de México, como sucede en Los relámpagos de agosto (su primera novela, en la que aborda la rebelión escobarista, uno de los últimos alzamientos contra el régimen revolucionario) y Los pasos de López (donde ofrece un singular retrato de Miguel Hidalgo, al que hace jugador, asiduo visitante de burdeles y “tío” de unas misteriosas “sobrinas”).
Buena parte del espíritu de la obra de Ibargüengoitia se encierra en un chiste que cuenta Ramón Tarragona, el tío rico del narrador de Dos crímenes, otra de sus novelas. Dice así: “—Pepito va a la escuela y la maestra de zoología explica los hábitos de la hiena. ‘La hiena’, dice la maestra, ‘es un animal que habita en páramos áridos, se alimenta de carne putrefacta, cohabita una vez al año, y se ríe, ¿está claro?, ¿hay alguna pregunta?’. Pepito alza la mano y dice: ‘Yo no entendí, maestra, si la hiena es un animal que habita en páramos áridos, se alimenta de carne putrefacta y cohabita una vez al año, ¿de qué se ríe? Todos reímos […] —Así estoy yo —dijo mi tío—, ¿de qué me río?”
Así estamos nosotros: ¿de qué nos reímos?
