Domingo, diciembre 8, 2024

El día de los muertos

El día de los muertos se ha asumido como una celebración muy mexicana, se concibe como una hibridación de las tradiciones prehispánicas y coloniales, como si ese sincretismo hubiera sido posible durante el periodo colonial, menos tratándose de un asunto decisivo para la iglesia católica, como es la tramitación de la muerte.

El trámite ante la muerte ha sido y es uno de los elementos más importantes para el catolicismo –al igual que para muchas otras religiones– que ha configurado a lo largo de los años, incluso más allá del Viejo y Nuevo Testamento, pedagogías para afrontar la pérdida de un ser querido.

Uno de los principios católicos que se nos ha heredado de manera directa está anclado en la muerte y la resurrección de Jesús, este es el epicentro fundacional y refundacional de esta religión, la cual, como sociedad, alimentamos cada 2 de noviembre. En la muerte, resurrección y la ausencia de Cristo tenemos el gran sentido, la ruta que todo católico debe seguir para solucionar el gran misterio del mundo y alcanzar así la trascendencia infinita. Consiste en afrontar la única certeza de la vida: la muerte y la ausencia de un ser querido, pero, principalmente, la ausencia de dios en la tierra. Una ausencia que no es permanente, que no es infinita, porque Jesús está en algún lugar, quizá allá o más allá y prometió regresar. No hay que olvidarlo, hay que vivir bajo sus preceptos y buscarlo mientras el sujeto goce de vida. Después de la muerte, devine el paraíso supraterrenal, donde todos se encontrarán con todos los ausentes, los ya idos y, en algún momento, todos regresarán con Cristo a la tierra. La resurrección es un elemento prometido que permite al creyente paliar la incertidumbre ante la muerte y la ausencia que parece infinita.

Por ello, Jesús, después de su resurrección, se apareció en la montaña de Galilea y solicitó a sus seguidores buscaran más discípulos de todas las naciones, que los bautizaran y les enseñaran a cumplir sus mandamientos, que los conminen a seguirlo. A cambio, les prometió estar siempre presente con ellos, que nunca los abandonaría, aun a pesar de su ausencia. Por último, les prometió que algún día regresaría.

Las dudas sobre la resurrección de Cristo, así como la tumba vacía, su ausencia permanente y la promesa del retorno se disiparon cuando nuevamente Cristo hizo acto de presencia ante los peregrinos de Emaús. Los peregrinos de Emaús fueron también testigos de la resurrección, la confirmación de la desaparición, ausencia y regreso de Jesús. Sintieron un agradecimiento profundo porque Cristo no los abandonó, los buscó y les dio aliento cuando estaban solos en el camino, siendo presa del desánimo y el abatimiento.

Los peregrinos de Emaús regresaron a Jerusalén para contar las buenas nuevas, sintieron que su mente y corazón fue iluminado porque pudieron identificar a Jesús. Exhortaron a sus discípulos a salir a caminar, a buscarlo, porque él estará en todos lados y pronto regresará. Los exhortaban a que nada ni nadie les quite la gracia de la presencia de Cristo, ya que es, según su testimonio, un gran tesoro de vida. Aunque no esté presente, no se sienta su presencia, él estará ahí, con todos nosotros, acompañándonos y guiándonos en nuestros pasos al buscarle.

Detrás de este pasaje, se asume que la gloria se alcanzará detrás del sufrimiento, tal como aconteció a los peregrinos de Emaús, por ello Jesús les respondió que no fueran insensatos y tardos de corazón, pues cualquier persona experimenta la pérdida, la ausencia de un ser querido, amado, siempre seguida de una desilusión, el camino a Emaús es una procesión ante la pérdida de Jesús como mesías, donde los peregrinos los encuentran. Jesús regresó, se hizo presente de entre los muertos justo en un momento de desesperación, desaliento y pérdida de sentido. Jesús exhortó a sus apóstoles a enseñar las escrituras, para que el mundo aprendiera que la obra de dios es el convertir una y otra vez la experiencia de sentido y el sufrimiento en una experiencia de liberación y de gloria.

La alegoría de la tumba vacía configuró en el occidente cristiano una pedagogía para sobrevivir a la ausencia de dios, por ende, conformó una experiencia ante la muerte–ausencia de un ser querido que oscila entre la culpa, incertidumbre, miedo y, sobre todo, la esperanza del retorno de ese ser entrañable que fue desaparecido, que desapareció y, por ende, está ausente.

En el mundo cristiano la ausencia se ha experimentado como una duplicidad que da sentido, si bien no está el ser presente, tampoco hay una revelación de su ausencia. Paradójicamente, ese ser está presente en todos lados, la ausencia hace del ser ausente un ente omnipresente, una inmaterialidad que existe entre nosotros, en el recuerdo, memoria, conciencia, naturaleza, en la oración y también en el vacío. Ante ello, la ausencia tiene múltiples cuerpos, múltiples formas que avivan la esperanza del retorno del ser ausente.

El día de muertos se celebra montando un altar, en donde se recibe, al menos una vez al año, al ser ausente, ese ser amado que se adelantó en el camino, que reposa en la eternidad, pero sigue presente entre los vivos, es parecido a la mística del dios oculto, ese que prometió regresar. El retorno de dios y nuestros seres queridos es entonces una experiencia, un acto de fe, es la espera de su regreso, el cual, al menos por un día, nos hace ser testigos del milagro. O eso, es, lo que al menos creemos.

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