¿Es posible conjugar el capitalismo con el equilibrio del planeta? Esta pregunta se la hizo en 1972 el filósofo André Gorz (1923–2007), y el mismo año se publicó el informe Los límites del crecimiento, elaborado por Donella Meadows (1941–2001) y otras personas científicas ambientales que, sin pretenderlo explícitamente, respondía a la misma pregunta al concluir que “Si la industrialización, la contaminación ambiental, la producción de alimentos y el agotamiento de los recursos mantienen las tendencias actuales de crecimiento de la población mundial, este planeta alcanzará los límites de su crecimiento en el curso de los próximos cien años.”
A partir de la reflexión sobre ese informe, Maite Zapiain Aizpuru comenta que “Nuestra realidad es el imperio de la ‘sociedad de consumo’, asociada a la idea de bienestar, al sobre–consumo de bienes y servicios, y donde hemos sustituido la necesidad por la demanda, privilegiando lo no necesario. Un sistema capitalista al servicio de un modelo socioeconómico que reduce el concepto de riqueza a lo estrictamente monetario y no conoce límites. El crecimiento se ha convertido en la ‘religión oficial’ de la mayoría de los países (…) un fundamentalismo muy peligroso, constituyendo el dogma de fe de la cultura capitalista: ‘¡Progreso!, ¡desarrollo!, ¡el crecimiento es principio, el medio y fin en sí mismo!’ ¿Dónde nos llevará esto?”
Desde Tlaxcala podemos contestar hoy con claridad que esto nos lleva a la destrucción del ambiente, de la vida comunitaria y de la salud de gran parte de la población. Esto, el crecimiento considerado como principio y fin en sí mismo, es lo que el gobierno estatal, a pesar de toda la evidencia científica que se le ha entregado sobre la destrucción provocada por la industrialización y la urbanización durante los últimos 30 años, sigue considerando y hasta defendiendo como la tendencia del “crecimiento inevitable” por la que pretende ahora ordenar el territorio del estado todavía más a favor de las industrias y de las empresas inmobiliarias.
Afortunadamente, junto con la evidencia presentada, también hay propuestas de cambio del modelo económico que se han integrado desde diversas partes del mundo, y que en México (y en Tlaxcala) se pueden considerar y estructurar a partir de varias experiencias comunitarias. Una de ellas es la propuesta económica del Decrecimiento que, de acuerdo con lo sintetizado por Francisco Vera (Blog–TheFlashCo.) y Alba Leiva (El Orden Mundial), consiste en “la reducción deliberada de la producción de bienes y servicios, con el objeto de minimizar los impactos ambientales y sociales negativos asociados al crecimiento económico sin restricciones.” Se trata de “reducir nuestra huella ecológica desligando el bienestar social del crecimiento económico para vivir mejor con menos”, con la producción “a escala reducida de productos duraderos, reciclables y reutilizables”, reconceptualizando “el trabajo, el concepto de beneficio económico y del estilo de vida de la población.”
De acuerdo con el análisis de Vera, se trata de replantear los fundamentos del sistema económico, incluyendo la forma en que se miden el progreso y el éxito, considerando de manera integral los impactos ambientales y sociales de las industrias y llevándolas a asumir la responsabilidad de mitigar y remediar esos impactos, y a evitar que se repitan. La medición del éxito tiene que hacerse en términos del bienestar integral de las personas, la equidad social y la salud del territorio, hasta abarcar el planeta entero y ya no en función de la maximización de las ganancias a costa de lo que sea y de quien sea, y a tan corto plazo como les sea posible.
El decrecimiento no pretende sólo producir menos, sino de reorientar la producción hacia bienes socialmente necesarios, y eliminar la relación perversa publicidad–producción (mercadotecnia) de manera que ya no se busque incrementar el consumo a partir de la manipulación de la voluntad de la población para que consuma lo que no necesita.
Se trata, pues, de acuerdo con Vera y Leiva, de romper con la hegemonía del pensamiento único, de lograr un cambio económico y de mentalidad al mismo tiempo, valorando al mismo tiempo la sustentabilidad, la justicia social y el bienestar humano. Esto, se ha visto ya, lleva a la reconstrucción del tejido social, aprovechando y promoviendo la riqueza del buen vivir, del bien común y de las diferentes maneras de concebir el mundo.