El acarreo no es solo una práctica política: es una cultura. Desde los años treinta, cuando el sistema posrevolucionario consolida al Partido Nacional Revolucionario, el acarreo se vuelve el rostro visible del “consenso popular”.
Obreros, campesinos y burócratas son trasladados en camiones a plazas llenas para aplaudir discursos y ondear banderas que simbolizan la unidad nacional. En realidad, representan una obediencia forzada, un voto de presencia pagado con favores, becas o promesas.
Durante décadas, los líderes sindicales y campesinos aprenden a medir su poder no por la libertad de sus bases, sino por el número de cuerpos que pueden movilizar. Así nace una pedagogía política de la dependencia: asistir es una obligación, no un derecho.
Con la transición democrática y el ascenso de nuevos partidos, el acarreo cambia de ropaje, pero no de espíritu. Hoy, en estos tiempos, la cultura del acarreo persiste con nuevos símbolos y nuevas rutas, y se da hasta en los eventos culturales.
Ya no se apela al miedo ni al sindicato, sino a la lealtad ideológica y a los beneficios de los programas sociales. Ahora son los “servidores de la nación” quienes sustituyen a los viejos líderes corporativos.
El discurso lo renombra: “movilización voluntaria del pueblo”, pero la frontera entre convicción y coacción es difusa cuando la asistencia se premia o se espera. El acarreo ha sobrevivido porque no ha superado la costumbre de medir la fuerza política en multitudes.
Cambian los partidos, los colores y los cánticos, pero no la idea de que el aplauso masivo equivale al respaldo ciudadano.
Quizá el verdadero cambio comenzará cuando la presencia en las plazas sea un acto libre, no una obligación disfrazada de entusiasmo. Mientras tanto, la cultura del acarreo sigue marcando el pulso de la política y la cultura mexicana hasta en la cultura.