Desde que pasó eso con mi hija, desde que se la llevaron, mi esposo sólo aguantó una semana, después se fue a los vicios. Dejó el trabajo y dejó la casa, vive en las cantinas, en las calles y duerme en lotes baldíos de quien sabe qué colonias, me han dicho los vecinos que lo han visto perdido, pero no tengo tiempo ni ánimos para ir por él, mi prioridad es encontrar a mi niña.
Los familiares también se alejaron uno a uno, dicen que los amenazaron, no sé quién o quiénes los hayan amenazado, pero el caso es que todos se fueron, igual sólo estuvieron conmigo poco tiempo, me acompañaron una semana y media.
Los vecinos cierran sus puertas y ventanas cuando salgo, cuando voy a pasar cerca de ellos susurran, voltean la cara y hacen que no me ven, que no me escuchan, es un gran estigma tener una hija, un hijo, un familiar desaparecido. Lo más fácil para ellos es explicarse la realidad criminalizando a nuestros desaparecidos, diciendo una y otra vez que nuestros ausentes en algo andaban, que si las compañías, que si el novio, que si consumía alguna droga, todo eso. Casualmente es lo mismo que nos dicen las autoridades de todos los niveles.
Siempre preguntan si no había violencia en el hogar, háganme el cabrón favor, díganme ustedes, en qué pinche hogar de este jodido país no hay violencia. En todos, en unos más, en otros menos, pero en todos hay violencias. Es común que culpen a uno siempre, tal parece su estrategia es llevar el problema a lo privado y ahí esperan que uno lo resuelva, que de plano uno se quede ahí y se olvide de todo, hasta de respirar y hasta de vivir.
Saben, hay horas en el día, ciertos momentos en los que el suplicio se agolpa y no hay forma de esconderte, no hay manera de escabullirte. A mí me pasa a las tres de la mañana, siempre a las tres, algo me hace pensar que es un mensaje, como si a esa hora algo le haya pasado a mi niña o que a esa hora regresará. Siempre a esa hora suena su guitarra, se escucha el sonido de las cuerdas, un rasgueo fino, apenas audible. Corro a su cuarto, asumo que ha llegado y no ha querido despertarme, que no me quiere decir nada aún, que ha llegado perturbada. Antes de encender la luz noto su ausencia, sé que no está, su habitación no huele a ella, su olor se va perdiendo cada día, el polvo y el silencio también carcomen su esencia. De cualquier forma, enciendo la luz para confirmar que no está, que no ha llegado aún, y efectivamente ¡no ha llegado! ¡No está!
La mujer suelta en llanto, nos quedamos petrificados, con un nudo en la garganta y miles de recuerdos coagulados. No pudimos decir una sola palabra, no tuvimos el valor ni de voltearnos a ver, evadimos conectarnos, pero fue imposible, destrabamos el llanto, las lágrimas cayeron en el café, mojaron los restos de pan y consumieron las servilletas.
La mujer se levantó, tomó sus cosas y se fue sin decir una sola palabra, arrastrando los pies, cargando todo ese dolor incomprendido, incomprensible. Se fue rezando, reproduciendo ese diálogo circular que, hasta para ella misma resulta monótono. Intentamos detenerla, no hubo fuerza suficiente que nos sacara de ese trance paralizante, de ese estado de shock, la falta de oxígeno y los nutrimentos colapsó nuestros órganos, sólo las lágrimas hidrataron la pulsión de vida. Después silencio y más silencio.
Reconocer “oficialmente” el derecho de las personas a no ser desaparecidas y, en su caso, a ser buscadas, no es una garantía de nada en nuestro país, en el cual, durante los últimos años, han desaparecido poco más de 130 mil personas, y eso, según las cifras oficiales. Esto es aún más alarmante cuando se ha dicho que vivimos en plena democracia, que tenemos ejercicios democráticos sanos y que hemos tenido transiciones o alternancias políticas, además, que vivimos libres de un conflicto armado interno. ¿Entonces por qué las personas desaparecen? Una pregunta que nadie ha atinado a contestar.
Peor, el impudor gubernamental en todos sus órdenes y niveles se asoma cada 30 de agosto, cuando reconoce y “celebra” el día internacional del detenido desaparecido, ¡es una ironía! En esos eventos públicos las autoridades únicamente hablan y reconocen a las víctimas, víctimas directas y víctimas indirectas, paralelamente, refrendan el compromiso con la verdad y la justicia.
Mientras tanto, en las calles se observan los despliegues policiales, siempre atentos a las manifestaciones que colectivas, colectivos y la sociedad en general realizan a nivel nacional para demandar el regreso de los ausentes, saber la verdad, que haya justicia y/o reparación. La policía siempre atenta a los actos “vandálicos” de los dolientes que se manifiestan en las vías públicas. La respuesta: represión, encarcelamiento y disgregación.
Después, nuevamente los gobiernos regresan al silencio, sólo silencio, a la omisión, a la complicidad y a asegurar la impunidad como regla. ¿Para el próximo 30 de agosto las cosas habrán cambiado? ¿Hasta cuándo?
