Soy Malú Treviño –psicóloga, abogada, maestra en educación especial y activista autista–, madre de dos maravillosos niños autistas, Rodrigo y Mateo, y también soy autista, con TDAH, dislexia y altas capacidades. Hablo desde cuatro lugares que definen mi vida y mi causa: como mamá y cuidadora, como autista en primera persona, como profesionista y como activista. Cada uno de estos roles se entrelaza en mi historia, una historia que transformó el dolor en propósito y la diferencia en fuerza.
Mi camino en la maternidad no ha sido el tradicional, sino uno lleno de aprendizajes, paciencia y amor profundo. Ser mamá de dos chicos autistas me enseñó a mirar el mundo desde otras perspectivas. Cuando llegaron los diagnósticos de Rodrigo y Mateo, sentí miedo. No por ellos, sino por el desconocimiento que aún rodea al autismo. Con el tiempo comprendí que no debía temerle al diagnóstico, sino a la falta de información y acompañamiento.
A otras familias les aconsejo buscar redes de apoyo confiables y profesionales capacitados. Es fundamental evitar espacios o páginas que desinforman o lucran con la sensibilidad de las familias ofreciendo ‘curas milagrosas’. El autismo no se cura, se comprende, se acompaña y se respeta. Cada niño tiene su propio ritmo, y el amor, la información y la paciencia son las mejores herramientas para avanzar.
Mi hijo Mateo es autista no hablante, y con él he aprendido que la comunicación va más allá de las palabras. Su mirada, sus gestos y su manera de conectar me enseñan que el silencio también tiene voz. Él es mi mayor maestro. Y mi hijo Rodrigo, con su fuerza, empatía y determinación, me recuerda cada día por qué inicié este camino.
La inclusión se logra reconociendo la dignidad de la diferencia
Durante mi infancia me sentí diferente, aunque no entendía por qué. El ruido del recreo me abrumaba, las luces me incomodaban y prefería jugar sola. No existía la información que hoy tenemos, y eso hizo que creciera con muchas dudas y esfuerzo constante por encajar. Años después, tras los diagnósticos de mis hijos, llegó el mío. Lloré, pero esta vez de alivio. Comprendí mi historia y dejé de culparme por mis diferencias. Mi diagnóstico fue un descanso y una reconciliación conmigo misma.
Desde mi lugar como autista, mamá, profesionista y activista, considero que las mejores intervenciones son aquellas que parten del respeto, la ética y la comprensión profunda de la neuro diversidad. Las terapias no deben buscar ‘’normalizar’ a la persona, sino acompañarla en su desarrollo, en su bienestar y en su autenticidad. No se trata de quitar comportamientos, sino de entender lo que esos comportamientos expresan.
Toda persona autista tiene derecho a comunicarse de forma accesible. Se deben ofrecer sistemas aumentativos y alternativos de comunicación como pictogramas, tableros o señas, sin condicionar su uso al desarrollo del habla. La comunicación no siempre es verbal, y forzarla puede generar ansiedad y frustración. Lo importante es que la persona pueda expresar lo que piensa, siente y necesita, en el formato que le resulte natural.
El procesamiento sensorial es una de las bases del bienestar. Una terapia ocupacional respetuosa no busca forzar la tolerancia a los estímulos, sino ayudar a que la persona entienda su cuerpo, regule su energía y encuentre seguridad en su entorno. Un terapeuta respetuoso observa y ajusta, no impone. Pequeños cambios en el ambiente, como luces suaves o espacios de calma, pueden transformar por completo la experiencia.
Poner el vínculo al centro
Modelos como Floortime o DIR ponen al vínculo en el centro: parten del juego, del disfrute y del respeto por los intereses del niño. No buscan moldear conductas, sino fomentar conexión y confianza. Toda intervención que intente reprimir estereotipias, forzar contacto visual o exigir obediencia ciega es una forma de violencia.
Las estereotipias, como aletear o balancearse, son formas de autorregulación. Suprimirlas puede aumentar el estrés y la inseguridad. Las terapias deben formar adultos autistas seguros de sí mismos, no niños obedientes. La inclusión no se logra entrenando conductas, sino reconociendo la dignidad de la diferencia.
Durante décadas, la intervención en autismo se centra en modificar conductas visibles sin comprender lo invisible: la vivencia sensorial, emocional y biológica de quienes las experimentan. Desde la neurobiología se sabe que las personas autistas presentan diferencias estructurales y funcionales en regiones como la amígdala cerebral, así como variaciones en el sistema serotoninérgico, que modulan la respuesta al estrés y la sensibilidad emocional.
Estas particularidades no son un defecto, sino una forma distinta de procesar el mundo. Sin embargo, también las hacen más susceptibles al estrés crónico, la ansiedad y la depresión cuando son expuestas a entornos coercitivos, a la incomprensión o a la exclusión (Amaral et al., 2022; Lew et al., 2020). Como neurobióloga, me preocupa que las terapias basadas en la obediencia o en la represión de conductas naturales no solo sean éticamente cuestionables, sino que afecten directamente los circuitos cerebrales del estrés, la memoria emocional y la autorregulación.
Dejar de entrenar para empezar a acompañar
El cerebro aprende mejor en contextos seguros. Cuando se enseña desde el miedo, lo que se consolida no es el aprendizaje, sino la defensa. Por ello resulta vital escuchar a quienes, como Malú Treviño, viven y conocen el autismo desde dentro y desde la ciencia. Su historia entrelaza maternidad, neuro divergencia y compromiso profesional con la inclusión.
La neurociencia contemporánea ha mostrado que el aprendizaje significativo ocurre cuando el cerebro percibe seguridad. Las terapias coercitivas no solo dañan la relación con el entorno, sino que alteran los circuitos del estrés, la amígdala y la memoria emocional, afectando la capacidad del individuo para confiar, aprender y vincularse. Como señala Barry Prizant (Uniquely Human, 2015), lo que llamamos conducta problemática es, en realidad, una forma de comunicación mal comprendida. Y como plantea Marge Blanc (Natural Language Acquisition on the Autism Spectrum, 2012), el desarrollo comunicativo florece cuando se permite que la persona use su propio lenguaje, no cuando se le obliga a adoptar el nuestro.
Desde la neurobiología, lo que se observa en el laboratorio tiene eco en la vida real: el estrés sostenido reorganiza los circuitos de la amígdala y del hipocampo, modifica el cómo se aprende y cómo se recuerda. Las terapias coercitivas no enseñan, condicionan. El mensaje de Malú Treviño sintetiza una revolución silenciosa: dejar de entrenar para empezar a acompañar.
El futuro de la intervención en autismo no está en el control, sino en el respeto. No en las técnicas, sino en los vínculos. Y quizás ese sea el verdadero aprendizaje que la ciencia debe asumir: que la dignidad no es un objetivo terapéutico, sino el punto de partida de toda práctica humana.
*Académica de la Facultad de Ciencias para el Desarrollo Humano de la Universidad Autónoma de Tlaxcala / Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI).


