Martes, marzo 18, 2025

Cuando la guerra fue un acuerdo

Cuando la guerra fue un acuerdo tomado en la penumbra de la sala del consejo, entre el aroma del copal y el murmullo de los sacerdotes que invocan la voluntad de los dioses, los cuatro grandes señores de Mesoamérica se miran con la solemnidad que exige el destino de sus pueblos.

Nezahualcóyotl de Texcoco, Moctezuma Ilhuicamina de México–Tenochtitlán, Totoquihuatzin de Tlacopan y Xicoténcatl de Tlaxcala están a punto de sellar un acuerdo que transforma la historia: la instauración de las guerras rituales, no como conflicto entre enemigos, sino como un pacto de supervivencia política y religiosa.

Nezahualcóyotl, el monarca poeta, habla primero. Saben que la hambruna y la enfermedad han debilitado a nuestros pueblos y que los sacerdotes exigen más tributo de sangre para aplacar a los dioses. Con la voz pausada y firme de un gobierno que entiende tanto la guerra como la palabra, propone lo inevitable:

—Si la guerra es el alimento de los dioses y la gloria de los hombres, hagamos que sea también la ley que rija nuestro mundo. Marquemos los campos donde combatiremos, los pueblos que entregarán sus hijos al sacrificio y los días en que la muerte será justa y necesaria.

Xicoténcatl, el más receloso de los cuatro, entrecerró los ojos. Para Tlaxcala, enemistada con la Triple Alianza, aceptar significa entrar en un juego peligroso. Sin embargo, también significaba preservar su linaje y su autonomía.

—No entregaremos nuestras tierras —dijo con voz grave—. Pelearemos, pero bajo nuestras condiciones. Si este pacto se rompe, no habrá más tregua entre nosotros.

Que se elijan los campos de batalla

Moctezuma sonrió, satisfecho. Sabía que en cada batalla habría prisioneros, y en cada prisionero, la sangre que sus dioses anhelaban. Con su imponente figura envuelta en mantos de plumas y oro, proclamó:

—Que se tracen los límites. Que se elijan los campos de batalla. Que se establezca la rotación de nuestros ejércitos. La guerra será el lazo que nos una, y la sangre, el tributo que nos mantenga en pie.

Las tierras fueron señaladas: los llanos entre Huauhtépetl y Ocelotépetl. La dinámica quedó pactada: cada luna, cada estación, cada ciclo solar, los ejércitos se enfrentarían, pero no para exterminarse, sino para capturarse vivos y alimentar con sus corazones a los dioses insaciables. Tlaxcala, Huexotzingo y Cholula serían el enemigo de casa, el adversario necesario para mantener el orden del cosmos.

Así se selló el pacto. No con tinta ni con piedra, sino con la certeza de que la guerra, lejos de ser un enfrentamiento descontrolado, era una maquinaria precisa, diseñada para satisfacer tanto las necesidades del poder como las exigencias del cielo.

Los años pasaron, y el campo de batalla se convirtió en un escenario repetido. Cada combate no era una guerra por la conquista, sino una danza ritual en la que la muerte se dosificaba, donde cada guerrero sabía que podía caer prisionero y ser llevado a la cumbre de los templos. Pero mientras los pueblos creían en la eterna rivalidad entre Tlaxcala y México–Tenochtitlan, sus gobernantes sabían la verdad: la sangre de los cautivos era el precio de su estabilidad, y el destino de sus imperios estaba sellado por la necesidad de un enemigo eterno.

Con el corazón latiendo fuerte

En cada batalla, los guerreros entraban al campo con la seguridad de que su destino estaba escrito. Si morían, se convertirían en alimento divino. Si sobrevivían, serían héroes por un tiempo, hasta que su turno llegara de nuevo. Los sacrificios eran organizados con la misma precisión que los combates, y los cautivos ascendían al templo en fila, con el corazón latiendo fuerte, conscientes de su papel en el gran equilibrio del universo.

Las ceremonias eran espectáculos de devoción y estrategia. La Triple Alianza mantenía su poder gracias a la continua legitimación de sus gobernantes como interlocutores de los dioses. Tlaxcala, por su parte, reforzaba su identidad como la gran nación que resistía a los mexicas, manteniendo su independencia bajo el disfraz de un conflicto perpetuo.

Este pacto no solo definió la política mesoamericana, sino que también condicionó la vida de generaciones enteras. Los jóvenes crecían sabiendo que su destino no era otro que la guerra, entrenando desde la infancia para un enfrentamiento que nunca acabaría. Mientras la historia oficial hablaba de un conflicto sin tregua, los que sabían la verdad entendían que esta guerra ritual era la clave de la estabilidad. Sin ella, el equilibrio se rompería y la civilización colapsaría bajo su propio peso.

Con el paso de los años, este sistema se convirtió en una tradición inquebrantable. Los emperadores cambiaban, los sacerdotes se sucedían, pero la guerra seguía siendo el eje central de la política mesoamericana. Sin embargo, nadie previó que este mismo acuerdo, que por tanto tiempo había garantizado la estabilidad de los reinos, sería también su ruina.

Un mundo sin tributo de corazones

Cuando los españoles desembarcan en las costas del Anáhuac, encuentran un mundo dividido, con enemigos dispuestos a aliarse con ellos para romper el equilibrio impuesto por el pacto de sangre. Tlaxcala, cansada de ser la fuente inagotable de prisioneros para los sacrificios mexicas, ve en Hernán Cortés la oportunidad de cambiar el curso de la historia. Lo que comenzó como una guerra ritual, terminó convirtiéndose en el detonante de la caída del imperio mexica.

El pacto que había perdurado por generaciones, que había mantenido a dioses y hombres en una danza de sangre y poder, se rompió en el momento en que los españoles ofrecieron una nueva posibilidad: un mundo sin sacrificios, sin guerra florida, sin tributo de corazones. La decisión de Tlaxcala de unirse a los conquistadores fue la última estocada a un sistema que, hasta ese momento, parecía eterno.

Y así, lo que comenzó como un acuerdo entre cuatro grandes señores, terminó siendo la razón de la desaparición de su mundo. La guerra, que había sido el eje de su existencia, se convirtió en su condena final. Y con la caída de México–Tenochtitlan, el pacto de sangre se desvaneció para siempre en las sombras de la historia. Porque Cuando la guerra fue un acuerdo

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