Lunes, octubre 14, 2024

Consummatum est

Consummatum est. La reforma al Poder Judicial de la Federación está hecha.

En un futuro no muy lejano, los historiadores amantes de los acontecimientos superfluos dirán que la reforma es el resultado de una descortesía, del desplante de una irrelevante y mediocre ministra de nombre Norma Piña. En el episodio de marras, la mujer se negó a saludar al presidente López Obrador en un acto protocolario por el aniversario de la Constitución, un 5 de febrero en Querétaro. Dirán que el carácter irascible, rencoroso y vengativo de AMLO se sintió profundamente herido, por lo que maquinó una vendetta, muy propia de su personalidad.

Pero ese habría sido un capítulo más en la telenovela de desencuentros entre el presidente y una facción de los ministros de la Corte. Ese grupo, mayoritario y de complicada convivencia con López Obrador, había frenado la ampliación de mandato de Arturo Zaldívar, aliado del presidente, y se había decantado por Piña.

Por eso, en lo más oscuro de su alma, López —como lo llaman los otros rencorosos resentidos— fraguó el golpe que iba a derribar al Poder Judicial federal, o al menos a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Así, se habría desquitado de esa majadera, respondona, alzada Norma Piña. Ella y sus compinches ministros se iban a quedar sin sus privilegios, como el haber de retiro o los salarios violatorios de la Constitución. Bajo la cantaleta de la lucha contra la corrupción, López dinamitaría a una reliquia de las instituciones mexicanas. Porque así se las gastaba ese tiranozuelo tropical, podría escribir aquel futuro historiador de supermercado.

Puede ser. Podría ser.

Lo cierto es que este 11 de septiembre de 2024 se dio un paso hacia un territorio poco explorado. Se acaban sentar las bases para una de las reformas de mayor calado al Poder Judicial de la Federación. Otras modificaciones, como la de 1994, que instituyó el Consejo de la Judicatura Federal, o cuando se redujo la cantidad de ministros para que pasara de 23 a 11, palidecen al lado de la que acaba de fraguarse en el Legislativo, atendiendo la línea marcada por Andrés Manuel López Obrador.

Francamente me da risa leer o escuchar a quienes ven en esto la decisión de un solo hombre, enrocado en el poder que se le negó durante muchos años, y que ahora, sediento de venganza, busca destruir las instituciones e implantar una dictadura. Son risibles esos exabruptos. La realidad es más cruda.

Desde el año 2000, López Obrador ha sabido encauzar un sentimiento generalizado de descontento hacia ciertas élites. En este cuarto de siglo, enfocó sus baterías, disparó a discreción y acertó. Más allá del caudillismo que ha infestado la vida política de México, Andrés Manuel López Obrador representa un símbolo de reivindicación. El propio tabasqueño se sabe a la altura de personajes como Lázaro Cárdenas —quizás su referente más claro, por encima de Juárez o de Madero—, lo que explicaría su obsesión por cierta versión de la historia de México, una de corte liberal, pero narrada desde una perspectiva en contrapicada, como esas escenas rodadas por Orson Welles en El ciudadano Kane, que literalmente cavó fosos en las locaciones para que la cámara encuadrara de abajo hacia arriba al personaje interpretado por el propio Welles. Aunque no les guste a los de la esquina azul, López Obrador es un personaje popular —no populista— que le tomó el pulso a una inmensa mayoría de mexicanos que se sentían agraviados, sin representación verdadera. Obrador se ha convertido en su vocero.

Eso explica el entusiasmo popular de la elección de 2006, frenada solo por el contubernio de las élites económicas y políticas que tuvieron un auténtico pánico ante quien consideraban —y consideran— un arribista. Por eso la resurrección electoral de 2012, aunque a la postre fue insuficiente ante una despilfarradora campaña mediática que le vendió un producto a la gente, luego de que se hubiera construido una narrativa que vaticinaba como inevitable el triunfo de Peña.

Y entonces llegó el domingo 1 de julio de 2018 y aquel tsunami electoral, formado por olas de inconformidad y de hartazgo popular. En sentido estricto, fue la venganza de la gente marginada, que oteó un cambio profundo. Ese sentimiento se ratificó el pasado 2 de junio.

Sin embargo, en el camino, Obrador ha construido una nueva cúpula, un amasijo de hombres y mujeres cuya única obsesión ha sido la obtención del poder y, con él, el asalto al erario y al big money. Hay una hornada de nuevos ricos, como la que se amasó en los años veinte del siglo pasado, cuando la Revolución se estabilizó e institucionalizó. Esta hornada es muy parecida a la que produjeron el alemanismo, el lopezmateísmo, el echeverrismo, el lopezportillismo, el salinato, el foxismo, el calderonismo y el peñismo. Casi nada cambió. Ricos que se hicieron más ricos y muchos nuevos ricos. Sólo se cambió a una camarilla por otra, aunque buena parte de esta nueva camarilla formó parte de la vieja camarilla, solo que purificada por la bendición obradorista.

Temeroso de perder una tercera elección por la Silla del Águila, López Obrador se alió con quien fuera —lastimoso el pacto con Elba Esther Gordillo, la misma que le cerró la puerta en 2006, aliada espuria de las élites que impulsaron a Calderón—. El presidente no se reservó el derecho de admisión. Sin embargo, hay honrosísimas excepciones a esa tónica, como la de José Antonio Álvarez Lima, quien respetó la voluntad popular expresada en las urnas, tras la elección de 1998 para la gubernatura de Tlaxcala; esa vocación demócrata la refrendó en sus artículos en Milenio. Pero Álvarez Lima es la excepción.

Ahora, con la reforma al Poder Judicial de la Federación, se ha sacudido severamente al Sistema. La apuesta parece arriesgada y va a tener muchas piedras en el camino. Y harán falta muchísimos otros cambios. Unos son de forma, como la creación de verdaderas fiscalías autónomas, que investiguen los delitos y procuren los elementos a los juzgadores para que haya una verdadera justicia. En esta línea, está la limpieza de todos los cuerpos policiacos, que se deben nutrir con ciudadanos bien pagados y comprometidos. El otro gran cambio es de fondo: erradicar la arraigada creencia de que solo se puede prosperar haciendo trampa, comprando policías, funcionarios, jueces, magistrados, ministros o quien se deje y sea necesario. Y para eso faltan millones que compartan el mismo espíritu de servicio y respeto a las personas. El Sistema se ha sacudido. Falta derribarlo.

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