En América Latina los pasados colmados de violencia política han tenido una atención especial a finales del siglo XX e inicios del siglo XXI, particularmente con la entrada en vigor de las políticas de transición y sus llamadas justicias transicionales.
Este principio político estableció a lo largo y ancho de la geografía continental comisiones de investigación y fiscalías para facilitar la tramitación del pasado convulso, colmado de violencia política y violaciones sistemáticas a los derechos humanos.
La tramitación del pasado es diversa, depende de factores internos y externos al momento de establecer las comisiones y fiscalías, si estas son autónomas, se tienen facultades legales, jurídicas. Incluso se han establecido modelos mixtos. Los factores externos de estas comisiones estriban en su vinculación y respaldo con organismos internacionales que velan por la verdad, las justicias y la reparación de esos pasados convulsos.
Los resultados de estas comisiones a lo largo del tiempo han sido favorables según las regiones, el compromiso de los gobiernos de alternancia por saldar cuentas con sus pasados y el respeto a las exigencias de los organismos internacionales han sido fundamentales.
Pero, regularmente, para los activistas, organismos no gubernamentales, sociedad civil, así como para los testigos o sobrevivientes, los logros suelen ser pírricos. Los hacedores de la historia y los emprendedores de la memoria han dado también su lucha por reconfigurar el recuerdo de ese pasado, disputar las narrativas oficiales y sus iniciativas memorísticas, apelan por la resignificación de ese pasado, resignificarlo y colocarlo en los relatos nacionales, crear una pedagogía de la vergüenza nacional para evitar con ello que los acontecimientos atroces sean perpetrados en el presente o en el futuro.
Más allá de los alcances y los límites de esas comisiones han logrado establecer una narrativa coherente sobre los acontecimientos, colocar una verdad alterna, resignificar los acontecimientos, establecer justicias tanto simbólicas, jurídicas, retributivas así como múltiples iniciativas de memoria a partir de un consenso amplio entre todos los actores que han participado, pero, es importante decirlo, han logrado definir sus propias violencias, han conceptualizado las acciones gubernamentales, han identificado los patrones de la represión, tipificado las acciones de los agentes estatales, tanto legales como ilegales. En otras palabras, han nombrado su horror, le han puesto un nombre, han creado una categoría, una epistemología que facilita su comprensión, estudio y profundización analítica y, por ende, robustecer las implicaciones jurídicas.
En México múltiples comisiones y fiscalías han llegado y se han ido con la misma suerte y resultados paralelos. Hoy por hoy una nueva comisión trabaja, de nueva cuenta, ese pasado, bien o mal, hay preocupación por tramitarlo de una vez por todas. Pero, hay un elemento que resulta sumamente alarmante, es la imposibilidad de revertir un concepto que ha hecho mucho daño en la tramitación de ese pasado, el cual, la reciente comisión acoge sin perspectiva crítica: “guerra sucia”. Es importante recordar que el concepto de “guerra sucia” fue acuñado por el Estado mexicano durante la alternancia política acaecida en el año 2000. Cuando al margen de dicha alternancia las altas esferas gubernamentales discutían si era conveniente crear una Comisión de la Verdad o una Fiscalía Especial para investigar el pasado inmediato, establecer la verdad de lo acontecido, ejercer acciones penales contra los responsables e instaurar la anhelada justicia transicional.
Se ha olvidado a la reciente Comisión que el categorizar como “guerra sucia” a la violencia política y social desplegada por el Estado mexicano en el pasado reciente equivalió a darle una salida política, que fue una narrativa a través de la cual se expuso lo anómalo de dicha violencia, por tanto, legitimó la reacción natural del Estado y ponderó sus razones para responder de una forma tan brutal a un enemigo interno socialista, el cual, disputó al Estado el poder a través de las armas.
Bajo el argumento de la “Guerra sucia” el estado blindó, indirectamente, a los perpetradores estatales de los delitos de lesa humanidad y caracterizó su accionar como una “guerra sucia” sostenida entre dos actores armados: las fuerzas estatales y los militantes del movimiento armado socialista.
El problema de entender bajo esta narrativa oficial el concepto de “guerra sucia” y no deconstruirlo, es que las acciones represivas del estado mexicano quedan encuadradas en un marco temporal preciso, limitado a finales de los sesenta a principios de los años ochenta, en un contexto en el que la guerra fría, el enemigo interno y la amenaza comunista eran una constante. Un periodo en el que la razón de Estado radicó en actuar de manera contundente contra dicho enemigo y amenaza.
La violencia, las acciones y prácticas extralegales quedaron, de igual forma, clausuradas en ese pasado inmediato, en esa temporalidad en que el Estado enfrentó a los comunistas armados, cerrando por completo, al menos simbólica y discursivamente, la posibilidad de repetir patrones de violencia social y política en un contexto diferenciado, es decir, fuera de la amenaza comunista.
Hasta hoy las comisiones y fiscalías poco han cuestionado el concepto de “guerra sucia” como una narrativa oficial, ni las implicaciones contextuales y temporales de la misma. Un trabajo prioritario de cualquier comisión o fiscalía radicaría en deconstruir ese eufemismo de “guerra sucia” para construir otro concepto más apegado a la real práctica del Estado mexicano. Como principio de verdad, si es que eso es posible.
Es importante que las comisiones y fiscalías comprendan que la “guerra sucia” más allá de un concepto hueco, incuestionable, es pertinente analizarlo como un eufemismo que obnubiló sucesos que marcaron una época, como una acción violenta desplegada por el Estado contra la disidencia socialista y como una narrativa que operó favorablemente para darle salidas políticas al conflicto y perpetuar la impunidad de sus actores. Es imperante observar la “guerra sucia” como una época, una práctica y una narrativa aun no clausurada, la cual debe ser borrada del léxico nacional, ese trabajo podría ser en términos de verdad más fructífero que promover encuentros de diálogo que fortalecen, indirectamente, ese concepto oficial, aunque haya una buena voluntad de ver más allá de la “guerra sucia” para repensar las violencias del Estado mexicano.
La lucha que una Comisión de la Verdad, Esclarecimiento o Fiscalía debe dar está en el cuestionar lo ya nombrado, en el concepto y el eufemismo que oficialmente se ha construido siempre en detrimento de la verdad, la justicia y la no repetición, tal como aconteció de manera efectiva en otras latitudes continentales. Ese podría haber sido un buen comienzo.