Nada se compara al placer otorgado por el poder. Mandar sobre alguien más —así sea una sola persona la subordinada— parece ser una experiencia sublime. Kant así lo entiende cuando afirma que la experiencia de lo sublime implica una mezcla de displacer —al enfrentarnos a algo que nos sobrepasa— y placer, al reconocer nuestra capacidad de elevarnos por encima de nuestras limitaciones y apreciar la grandeza de lo que contemplamos. Allí, en esa cúspide, anida el poder y su ejercicio. Soltarlo, dejarlo ir para quien lo ha poseído y disfrutado, se antoja casi imposible.
Andrés Manuel López Obrador está a unas horas de tener que entregar la banda presidencial que tan afanosamente buscó. La historia reciente de México ha dado cuenta de rupturas violentas una vez consumada la transición. Miguel Alemán Valdés pensó que podía seguir haciendo de las suyas durante el sexenio de Adolfo Ruiz Cortines, hasta que aquel viejecito veracruzano le paró los pies a su paisano y a la camarilla que lo acompañaba; Gustavo Díaz Ordaz se sorprendió con el locuaz renacimiento de Luis Echeverría, que reveló una parlanchina personalidad, hábilmente reprimida en sus años de subalterno.
El propio Echeverría pensó que podía mangonear a su amigo de correrías, José López Portillo, con quien hizo viajes cuando eran jóvenes, como recoge Jorge Castañeda en esa magnífica radiografía del dedazo que es La herencia, el libro donde recoge el testimonio de los mandatarios priistas que recurrieron a esa y otras triquiñuelas, como el tapado, para garantizarse una porción de poder una vez que abandonaran Los Pinos. Quizás el encontronazo más sonado, sobre todo por las terribles consecuencias que trajo al país, fue el que protagonizaron Carlos Salinas y Ernesto Zedillo.
Del error de diciembre, al desenmascaramiento del salinato, pasando por aquella ridícula “huelga de hambre” del innombrable (Salinas, no Martín Rodríguez; este último se merece mis respetos y admiración), el choque entre ambos neoliberales trajo una de las más graves crisis que haya vivido el país, con repercusiones económicas, políticas y sociales. Pocos quieren recordar aquel estrepitoso fracaso de las doctrinas de la Escuela de Chicago, que trajeron la ruina para millones de personas, a cambio del enriquecimiento y la impunidad para la élite económica, simbolizado en ese fraude llamado Fobaproa, que a 30 años de distancia seguimos pagando. Otra vez se aplicó la doctrina neoliberal de privatizar las ganancias y socializar las pérdidas. Unos cuantos ganaron casi todo, y casi todos perdimos mucho.
Las transiciones de Fox a Calderón, y de este a Peña, y luego de Peña a López Obrador dejaron solo la secuela de la impunidad. Nadie tocó a los hijos de Martha Sahagún, cuyas tropelías hacen palidecer a la llamada Casa Gris. Tampoco nadie persiguió a Calderón, por su alianza con el crimen organizado, como evidencia el caso de Genaro García Luna. López Obrador dejó sin sanción el saqueo de Peña y su banda, muy parecida a la que ejecutó Miguel Alemán seis décadas antes. Solo unos cuantos pececitos acabaron en el tanque. Pero no Peña ni su círculo dorado.
Ahora se acerca una nueva transición. Obsesionado con la historia, López Obrador se ve a sí mismo como el Lázaro Cárdenas del siglo XXI. Y como advierte en la historia a una maestra de vida, piensa que ha conjurado el error cometido por el michoacano, quien descartó profundizar en la radicalización del país, vía que representaba Francisco J. Múgica, y se decantó por una ruta más moderada, en la persona de Manuel Ávila Camacho, llamado el presidente caballero (caballero de Colón, acotó maliciosamente José Agustín en su Tragicomedia mexicana, esa delicia del chismorreo, donde captura la esencia de la política mexicana, más digna de una opereta que de una tragedia. José Agustín también cuenta que Manuel Ávila Camacho solo desayunaba jamón por las mañanas, porque los huevos se los había comido su hermano Maximino, un verdadero criminal convertido en gobernador de Puebla y quien se creía con más espolones que su consanguíneo para ocupar la silla grande).
Solo el tiempo dirá si López Obrador acertó o si se cumple la máxima del poder en México: la ruptura como seña de identidad y de afirmación frente al padre político. ¿El tabasqueño cumplirá su promesa de quedarse quietecito en La Chingada, escribiendo libros sobre historia de México? A mí me parece que sí.
Pero como diría Edipo: ya veremos.