Encorvada como un felino más del monte, Reina Hernández atraía a su regazo montañitas de tierra. “Vete nana, vete a cuidar a tus animales”, le ordenó a una culebrilla que fileteaba sus flancos tornasoleados entre la tierra por aplanar. Después extirpó un machote de hierbas sobre la plancha de cemento, y entonces apareció la cruz de fierro viejo con sus remaches caracoleados, sobre ella apenas podía leerse una inscripción: “Sr. Hernández. Dios lo tenga en su gloria”.
“Mi papá quiso pura tierra. Yo no quiero panteón, yo quiero estar en el frío, mis restos que se queden en el frío… Pero shhhh… no tenemos que hablar de que están muertos, porque ellos nos escuchan, orita nos están oyendo”, apenas dijo en voz bajita.
Luego se hizo una sombra con las manos y desde lo alto del panteón los ojos se le llenaron de aquellas cadenitas de papel picado, corría un soplo de tierra árida y se pegaban a las cruces astilladas, a los nichos con flores de papel y a esas coronas fluorescentes que tenían imágenes de santos al centro. Aquello no era el monte vomitado, pero los arcos anaranjados por tanta cempasúchil entre los árboles pesados de humedad se le parecía.

Por momentos Reina Hernández aspiraba hondo, se identificaba en ese anaranjado perfumado. Su padre muerto hacía años y sin poder corretearlas a ella y a su madre. “Ya, María, ya váyanse a traer el cacao, tuéstenlo”, les decía. Hilario se llamaba, y había vivido solo para cuidarla. Hacía castillos de cuetes hasta que una mañana tuvo una quemada con “ácido malo”. “Murió de 103 años. Trabajó mucho con los cueteros. Un año perdió la vista. Mi mamá lo atendió, se quisieron juntos. Le gustaba el carnaval”.
Fue él quien con su entrega artesanal le ofrecería las tardes más explosivas de la que sus ojos tendrían registro, y por supuesto, quien en su complejidad de hombre de campo le habló de los ciclos agrícolas y el poderío que su amparo ejercía sobre la abundancia y la flaqueza de las cosechas. Su padre muerto y ella recordando que el cempasúchil sólo se siembra el 23 de junio, “con la luz de San Juan”. “Escardamos los surcos con huíngaro y empezamos a polvear, como echar comida a los pajaritos, lo revuelves con la tierra y en noviembre ya se está dando y queda lista para el muertito… Se siembra con cuarto menguante, y luna llena para regar”.
Desde que llegó al panteón ya parecía un salón de primaria, con sus láminas de papel maché ¡pshiu, pshiu!, arrastre que arrastre y sus retratos de sonrisas columpiadas, sus corazones de cartoncillo, sus juguetes y peluches en los nichos. Subió al pico del cerro, procurando no pisarle la cola a las lagartijas, sintiendo cómo las piedrecillas le taladraban los juanetes aún entre tanta hojarasca, y fue entonces cuando intentó no confundir el paisaje por tanto arco de caña rebosante de cempasúchil. Los arcos hasta con sus hojitas de palma asomándose y ella sin poder terminar de limpiar la lápida de su padre. “Ya es tarde, ya es tarde”, decía y arrancaba puños de hierba rebelde. Como si todos hubieran previsto la llegada de los muertos el 2 de noviembre. Menos ella que no tenía ganas de caminar, ni de salir, porque había pasado todo el día planchando ajeno, y las muñecas aún le dolían de tanto marcar dobladillos y líneas de camisa.

“Aquí se sufre mucho porque no hay trabajo, solo comerciantes. Es muy poco lo que ganas, los comerciantes te maltratan, a ellos les haces dinero y te dejan aventados 30 pesitos, y si lavo y plancho gano más… Al menos orita el gobernador nos ayuda con ¾ de caco y un kilito de azúcar. Nosotros solamente lo que tenemos es cargar la cruz… ”, decía.
Y el día avanzaba con más personas adornando tumbas. Y los globos junto a los retratos y los arcos y las flores de colores. Y el papel picado sople que sople. Su padre bajo las piedras en este cementerio de la Huasteca Hidalguense y ella recordando “¿niña, vas a jalar pa la milpa? Niña, vámonos yendo. Salíamos a las cinco de la mañana hasta mediodía y regresábamos como hasta las cuatro o cinco porque nos quedábamos a campear conejitos o armadillos que atacan el sembradío”… El panteón cubriéndose de gente y ella repitiendo… Con la siembra de semillas del cempasúchil de paso se engordan los marranos y los pollos. Se compran el café, el chile y el maíz que se guarda por si los que arriban son más y a la mera hora no alcanza, como le ocurrió a su madre una vez. Y los artesanos, que con permiso de San Juan preparan su lodo para moldear porque no vaya a ser que falten los pesos en noviembre… Y con todo el trajín las ansias, la urgencia amaestrada en la ausencia. La prisa de un encuentro que vuelva a bastar para toda una vida. Uno que no sepa de percances ni malas horas.
“El cepóatl tiene 20 vidas eternas porque son muertitos, es la florecita de los 20 pétalos, de las 20 vidas”, decía Reina Hernández. A la flor se le amputan los pétalos para dejar un caminito de olor. Uno que del altar de la casa propia dé hasta la calle porque no vaya a ser que se confundan por otros rumbos y no lleguen a ese hogar que ha cambiado sin ellos pero en donde se les sigue procurando con la comida que les entibiaba el estómago, y el dulce favorito que al día siguiente no sabe más a nada porque “ellos ya lo probaron y se llevaron su sabor”.

Aquí en estos lares de la Huasteca Hidalguense donde la fatiga acalorada es capaz de madurar cualquier glándula cítrica en su propia acidez, el encuentro adquiere dimensiones festivas. Se convierte en carnaval, uno que parece transpirarse en la frente sudada de los músicos en mangas de camisa. Un carnaval al que los niños juegan y le dicen Xantolito, uno que se llama Xantolo. Algarabía fluida, pachanga desquitada.
Se dice que algunos que se identifican con su propio retrato, pero lo cierto es que en la Huasteca Hidalguense en donde muchas ofrendas se logran con 20 pesos de pan y en los panteones terrosos hay tumbas con montañitas de piedras como lápidas, muchos rostros sobreviven a fuerza de rabia en la memoria de quien un día los amo vivos. Los ama ausentes.
“Cuando ya murió mi papá le digo a mi mamá Ya no busques a mi papá, ya sufriste 97 años con él. Ya convivió mucho, a él ya le toca descansar. Ya déjalo. Uno se tiene que morir… Yo te cuidé a ti papá… ¿pero a mí quién me va a cuidar?”, seguía preguntándose Reina Hernández.
***
Después de cumplir con el encargo de un manojo de velas para su vecina, Virginia Flores, que trabajaba en una papelería en el mercado de Huejutla, que significa lugar donde abundan los sauces, preparaba una “corona para el difuntito”. Me dijo que se la pidió una conocida y que ya casi terminaba y que si quería hacer el favor de esperarla tantito, que la iban a poner esa tarde en el panteón junto a otras con imágenes de santitos y veladoras gordas. Y que además, tenía que quedar chula porque vestiría la ofrenda el día 2 cuando purificaran los alimentos con el copal, que aquí no es más que la savia contenida de los árboles que arrancan como costras de su corteza, esa que huele como a miel con jabón y que cuando la enciendes pica como si trajeras una arañita de alfileres en los lagrimales.
A ella también le llamaba la atención que la corona era como una piñata redonda de cartón y cartulina con listones sedosos haciéndole como cuencas alrededor y pensaba que lo era porque “el amor es redondo, como los abrazos”. Se convenció de eso cuando colocó la fotografía pequeñita al centro de alguien que había sido un hijo, un hermano, un padre, un amor… alguien que ya no era y que había dejado una herida de esas que solo se tratan con mucho cariño porque jamás se curan. Luego colgó la piñata-corona con un alambrito retorcido en la barra de metal de la papelería, junto a esas hojas de papel picado lo mismo rosas, que moradas, verdes, azules, o anaranjadas en las que se dibujaban catrinas, calaveritas y flores por la luz que escapaba a través de sus puntitos logrados a mano. Fue entonces, lo recuerdo muy bien, cuando dijo con su voz blandita de avecilla rala que “el que tiene la sombra baja oye todo cuando llegan. Cómo se carcajean. Cómo le hablan a los pollos. Cómo sacuden su ropa. Cómo se echan agua. Cómo se bañan”. Que ellos “te pasan a saludar y te oyen”. También dijo que ya habían llegado.

Igual que como ocurría siempre desde que Virginia Flores ponía “el altar para el muerto” siendo una niña, esa tarde volcada era todo un alboroto. Era 31 de octubre. De los cercanos puestos iban y venían los morrales ahogados de cempasúchil atado con tiritas de rafia. Todo era un traqueteo de aquí para allá y el calor de los últimos días en nada había cedido a la humedad, su aliento vaporoso nos entorpecía los movimientos. Parecíamos figurillas de plastilina. Brillosas, pegajosas pegajosas. Y en aquel bochorno mortalmente tranquilo más de uno los había sentido. Como Lorenzo Vargas que sabía llorar al recuerdo de su hermano. Y que traía el morral de casa andante con sus frutas sudadas y sus semillitas para los pollos. Que buscaba cañas para su arco, y que veía la suerte de su lado favorito. “Ya nos ha pasado que andamos en el campo y hemos escuchado que vienen platicando sobre el camino”, me dijo. “Mi sobrino Epifan iba por el camino y del monte lo jalaron. Casi lo partían en dos. Si usted va a fuera en la noche, se escuchan voces… nosotros sabemos que son ellos… Ya están aquí”.

¿Voces quizá, de los que se la pasan solitos con la primera vela encendida la noche del 28 porque no tienen quien les haga compañía?
¿Murmuros bajitos, tal vez, de los renegones que no conciliaron. Que no lograron igualar su sonrisa con alguna otra, pero que siguen la luz de la veladora del 29?
¿Susurros del 30, de los que se quebraron las muñecas al volante. Esos que dejaron cristalitos rojos en una carretera, un monte. Que se fueron rápido, a la velocidad de las cosas horribles que no deberían suceder?
¿Noche del 30 también, de los migrantes que mordieron arena en el mismo desierto donde hundieron la última huella que no descubrió nunca su gente?
Velitas como de cumpleaños para todos los que un día salieron de casa y no volvieron más…
A todos les prenden una vela y les invitan un pan blanco, me dijo Lorenzo Vargas. Ya a partir del 31 el asunto es distinto. Se agregan las frutas aterciopeladas en el altar, las encharcadas en su jugosidad. Y el primero de noviembre, se hace un pozole blanco que no pique para los de la ocupación de jugar, los que tienen por casa y refugio una carcajada, los niños. Al día siguiente, el 2 de noviembre es el mero desquite junto a los adultos.
Por eso aquella tarde el mercado recordaba a una feria con su gentío presuroso tomado de la mano, gira que gira, queriendo la caña para los arcos del panteón. En sus casas ya los tenían puestos. Tratándose de la “conexión entre nuestro mundo y el de ellos, el de los muertitos” no podía esperarse menos. No para Miguel Uvbaldo que había arreglado que las más tiernas flores de cempasúchil del mercado fueran para él, o eso decía mientras las asfixiaba con sus brazos tiranos. Y como no podía ni ver, asomaba la cara como si se asomara desde una ventana a lo lejos para gritarme ¡Niña! ¿Sabe que por esa puerta de caña entran los difuntitos? Y mientras sonreía parecía que tenía esferitas de fuego en esos ojos que eran como de oscuridad.
“A veces estamos sentados y las flores se abultan. Me dice mi muchacho Gordo, ahí el muertito volvió a patear la flor. Por eso seleccionamos las mejores cañas, las engrosamos y las ajustamos. Hacemos el arco y lo vamos enflorando. Se pone la flor primero y luego la palma se va metiendo”, me contó.

Aún con el ir y venir atolondrado la calma se columpiaba entre los marchantes. Mientras tanto, las calles aledañas al mercado eran de los alfareros, los campesinos y los artesanos. Todos vestidos a manta, descalzos y con sombrero ellos. Sobre las piernas de ellas recaían las enaguas. Usaban blusas bordadas que ellas mismas habían logrado aguja en mano y ojo bien puesto, calculador de hilos. También descalzas. Habían venido desde sus comunidades por caminos lodosos, con el peso de sus morrales endilgados de nopalitos, flores de calabaza, cacao, y hierbas que al llegar separaban en trozos rasgados de la manta de estos rumbos y en tapetes de yute.
Deciderio Rayón que vendía copal y caballitos para velas tenía ya un olor a perfume caliente arremolinándole los cabellos. Los hilos tibios del humo se le iban por la punta de los dedos, veía de reojo a sus compañeros y me decía “aquí comemos todo lo que se da en las milpas. Cilantro, hierbabuena, y chile piquín para poder vivir”. Con el calor que subía a grados insoportables, un pajarito aterrizó a buscar sombra junto a sus ollas de barro. Empezó a picotearlas, a dar de brincos entre ellas. Y mientras que el pajarito se iba y no se iba Deciderio Rayón dijo:
“Estamos como pollitos trabajando, nomás de pasada. Todos nos vamos a ir… Cuando yo era chiquito mi abuelo me dijo que comiera la tortuga, la que anda de los arroyos. Entonces la sacaba para comérsela porque sus años son los años que nos recomiendan -Te la voy a dar para que vivas como yo viví, me dijo. Él murió de 105 años. Comer para vivir mucho más… Incluso para matarla es muy difícil que se muera, y comer el huevo es para no tener enfermedades. Una vez en la vida nada más, una tortuga entera… Haces una braza y en un comal de lodo se pone en hojas de maíz y se envuelve, solita con la braza se cuece… Gracias a mi abuelo viviré muchos años, porque antes de morir me mató una tortuga… “.
Después se detuvo sepulcralmente. Un tropel de enmascarados correteándose se adentraba hacia la calle y levantaba el polvo a brincotazos. Daba de chiflidos violinescos, y Deciderio Rayón no tardó casi nada en entender lo que pasaba: habían llegado las cuadrillas. No prestó mucha atención porque sabía que en pocos días zapatearía sin piedad junto a ellos en el panteón el día 2, o donde fuera que el gusto lo dispusiera.

***
Cuando llegaron al panteón ya era todo un pisal de flores de cempasúchil. Y los músicos sudados y en mangas de camisa ni habían llevado siquiera la funda de sus instrumentos. Era dos de noviembre y no quedaba tiempo para silencios ahogados en la tristeza. Un torbellino de muchachos subía amontonándose de derecha a izquierda. Izquierda a derecha. Y zapateos aquí. Zapateos allá. Y hacía calor. Y ellos brincoteando en filas sobre las tumbas desgajadas. Y que “la milpa siempre anda bailando con el viento”, que por eso danzan ellos así en filas “porque son los surcos”.
Y que ji-ji-ji ja-ja-ja, y en eso Jesús David, uno de los danzantes, calmó intempestivamente su paso junto al mío, como habría frenado una estampida con comezón en los cuernos. Y me gritó para que escuchara que “la milpa primero les da de comer, y que después se hace la fiesta”. Y luego sin querer me metió un pisotón, pero no pude ver qué cara puso porque traía una máscara como de zorrillo y un sombrero de vaquero que terminaba de salvar su identidad. Pero él sí vio la mía y me dijo, perdone, y se puso a gritar: ¡Denle la vuelta al cerro y de retache! Y siguió gritando para que su voz pasara por encima de la música mientras decía repetidamente: “Los pasos son los de la guajolota, el venado, el tejoncito, el mapache… De los animalitos que protegen o se comen la cosecha”.

Casi enseguida una muchedumbre de rostros anónimos bajó atropellándose las uñas. Olían a mandil viejo. A hierbas de cocina. A ropa encerrada. Se les veían los petos de cuadritos minúsculos, los amplios camisones de florecitas algunos. Eran los disfrazados que no le piden permiso al clóset para despojarlo de sus ropas con olor a cuerpo vestido. Ropas viejas que el paso incontrolable del tiempo ha madurado con el carácter de quienes un día las habitaron. Ropajes rancios que vuelven a revolotear como pajaritos en los pasos del tres sin fondo, en la danza de los Comanches.
Jesús David descubrió el día esplendoroso con la cara tiznada de negro y un férreo traje azteca, tan vigoroso como las altaneras plantas que poca sombraba salvaban. “Nosotros somos los guerreros comanches. Los ángeles buenos. El perrero es la muerte. El que se anda revolcando y quiere llevarse a los disfrazados”, detalló. Su amigo, Julian Alvarado era alto. Morral cruzado, mezclilla deslavada, paliacate y sombrero de paja. Una máscara como de hombre viejo con pestañotas apretujándole las suyas no era impedimento para que la voz se le escapara y gritara casi sin respirar: “Siento que bailo con la muerte. No sé cómo ha de ser su aspecto, pero espero que el día que tenga que partir sea de la misma manera, alegre… Nos ponemos las ropas de nuestros abuelos y bailamos todo el día”.

Y los músicos detrás de ellos. Y las cuerdas de los violines chirriando. Y chiflidos provocadores. Los tríos huastecos en mangas de camisa aquí, bandas de viento limpiándose el sudor con pañuelos empapados allá. Y los niños como Jesús Andrea “jugando al Xantolito”. Cucando con su afán risueño. “Nos cubrimos la cara para que los muertitos no nos conozcan. Aquí todos los disfrazados somos los fieles difuntitos que llegan”, contaba. Y su primo Ramón García nomás le seguía la corriente casi estrangulando las palabras: “Es una alegría de andar brincando con los muertos. El muerto entra en ti, cuando ya estás bailando ya no eres tú”.
El profesor Melitón, mano amiga de muchos de la región aseguraría que “los disfrazados se ocultan el rostro porque ellos le dan vida a un alma que viene a la fiesta, para que la muerte o el diablo no se los pueda llevar hasta que termine”. Y que el Juan Negro, La Muerte, la embarazada, el vaquero “representan a la gente de la huasteca que puede morir”, que “la muerte anda con una guadaña buscándolos”. El profesor encontraba clara aquella explicación, pero advertía que había tan variados significados como las personas que exprimen el Xantolo y le agregan su propia manera de comprender la vida.
A partir de las seis de la mañana, al mismo tiempo que el copal sobrepasaba las nubes de neblina cargadas al ras de tierra con la primera misa del día, los disfrazados ya se ponían las máscaras. Se escapaban en esa indefinición que deja la neblina y que no permite distinguir dónde acaba la punta del monte y dónde empieza el cielo. Así que en poco tiempo la única cancha de fútbol, el mercado y las calles estaban, completamente, a su merced.

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Domingo Fuentes sabía que para lograr esas máscaras primero había que ir a buscar el árbol. “Uno de madera bofa, como el pemuche, que al secarse no pesa para bailar”. Decía que la madera verde era más fácil de cortar, y que secaba como a los ochos días. Luego tenía que quemarles el vellito con soplete para que quedara lisita y al día siguiente, ir con su amigo el barbacollero para que le diera los cuernos del borrego, del chivo, o de la res, y de paso seguirse hasta el rastro para comprar las colas de las vacas y los pelos largos de las colas de caballo, porque eran la fibra adecuada para hacerles pestañas y peinados hermosos.
Las vendía en un puesto antes de entrar al panteón, así que los protegidos, corrían triunfantes en la terracería de calles entibiadas con el olor a pan recién horneado. Entraban y salían por casas ajenas sin más permiso que la puerta abierta. Echaban a andar por las mercerías con sus rollos de olanes enroscados y sus listones brillosos, y sus agujas finitas… Unos arriba, y otros detrás de ellos, lanzando de chiflidos veloces.
Y de cerquita, los músicos cantando: “La muerte me anda buscando para poderme llevar, pero como ando en el fandango muy fácil me ha de encontrar. Voy a tocarle un huapango para verla zapatear”. Y tiriri tarara. ““Sufrirás, llorarás mientras te acostumbras a perder. Después te resignarás cuando ya no me vuelvas a ver”. Y con el olor a desodorante evaporado, a copal, y a tamales porosos, seguían templándose en una identidad que defenderían hasta que acabara el bailongo.


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No hubo poder humano capaz de impedir a Gloria Vega alterar el rito. Desde hace por lo menos 20 años había descubierto la manera de conversar con ese temblor de voces interiores sin necesidad de reflejar extrañeza ante otros. En la Huasteca Hidalguense se sabía que a los muertos se les llama con música y copal en mano porque “es por el olor como llegan las ánimas”. Por eso aquella tarde convirtió su trago de nostalgia en voz fluvial, que a pesar de la cercanía de quienes la rodeábamos, parecía lejana cuando dijo casi rezando en náhuatl:
“Xi tlakua nika eltok se taskali eltok tamalí, chocolatl ika se pansi, uan kakahuatl, manzana, cuaxilotl nika xi un takuaka ka nu abuelos, nu abuela, un tiyojua ikajuanti amoakame, sanseiko, xi un tokuaka, xi un panuka”.
En español había dicho “me llamo Gloria Vega. Come, aquí está una tortilla. Hay tamales, chocolate con un pan, cacahuates, manzana y plátano. Aquí coman con mis abuelos, mi abuela, mis tíos, que ellos ya no están. Juntos coman, pásenle”.

Una de las condiciones infranqueables para recibir a los fieles difuntos era contar a la mano con un vaso de agua “para saciar su sed”. A los que marcharon se les invitaba un pan “porque es la fraternidad” que se les guarda. Por lo demás, casi todos sabían a ciencia cierta que el asunto iniciaba con el encendido de copal sobre la ofrenda para “purificar los alimentos” y de paso sacudir los silencios desolados de las cajas con huesos, porque este día existía remedio para la ausencia y la melancolía. Para eso se ponían los tamales humeantes de cerdo y pollo en el extremo y se “mencionaba a los difuntitos para que vinieran a degustar”.
Más de un poblador sabía que si el animalito destinado desde el día de San Juan para los tamales de estas fechas “no se mataban en Xantolo, se morían al día siguiente”, o que su carne no serviría para otros platillos porque se “agriaba”. Pero si se hacía como marcaba la tradición, los tamales guardaban su textura de cartón arrugado y su adobo rojo o verde se concentraba deliciosamente, y se le podían compartir a la gente que no era de esos lares. “Si no eres de aquí nos quitamos el sombrero. Vas a una casa y cuentas como el familiar que ya no está. Eres bienvenido y sagrado”, me diría entre bocados Leovigilda Raíz, unas cuantas tumbas más abajo.

Tal vez la hospitalidad se debía a que poco se sabía del otro, o eso pensaba Desiderio del Refugio que si vivos no quería a algunos justo por conocerlos, muertos se mantenía en su posición. “A pura mentada de madre me hablaba, puro disparate. Qué bueno que se fue, que ya no anda dando guerra. Vivo era un cabrón, que muerto ¡pobrecito ni qué nada, ni que era buena persona! Pero a mi maistro le gustaba tomar, así que vengo a tomar con él”, decía y el aguardiente se le absorvía por los bigotes.
Y es que un muertito así valía la pena de ser acompañado, más con la sospecha que que tenía el policía Candido Romero de que ni muertos se les quita lo canijos. “Si no los ofrendas te vienen a espantar. Te dejan huellas en la espalda, es lo que cuentan. Pero de que vienen vienen, de que existen, existen. Por su parte Aldo Alvarado, tumbas arriba prefería evitarse el gusto de molestarlos. “No es que digamos, sí vienen. Vienen y los sentimos. Ya en estas fechas el aire huele diferente, huele a muerto”. Y la risa de Juan Negrete, sauces de por medio, completaba su satisfacción en este mes de noviembre: “Podrán no venir cualquier día, pero el día que te vienen a visitar las personas que tú quieres mucho y ya se murieron, ese día no te lo pierdes por nada”.
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La muerte de Darío Morales fue una sorpresa espantosa. María Robles se quedó viuda cuando su hijo Silvestre tenía seis años. Y aunque el paso implacable del tiempo hizo que los huesos se le extendieran a él y se le encogieran a ella, no se le arranca de la cabeza ese día lejano que no ha terminado de pasar.
“Le pegó embolia. Vendía mandarinas y naranjas. Iba temprano y lo atropelló un carro. De ahí ya no quedó bien del cuerpo. La mano toda se le arrancó la carnita. Iba sangrando. Lo llevaron al seguro pero ya no quedó igual.
Un año uno tiene que estar pensando como que alguien falta en la casa, después ya despacito, al año, poco a poquito tiene uno que salir para distraerse porque estando uno en la casa uno solo piensa que alguien falta.
No tenemos foto de él, pero que venga a comer. Tiene uno que venir a ofrendar aunque haya lodo, aunque haya sol o frío. Porque la gente nomás anda viendo Ah no vino a ofrendar, y por eso le cambian de dueño al muerto. Aquí fallece uno y no sabemos a dónde queda. Mi mamá se quedó allá atrás pero como nadie le hizo caso sepultaron a otra persona.
Darío llevaba a mi hijo Silvestre a la milpa y a leñar. Los dos le ponemos la ofrenda. Él se cayó porque alguien le empujó los pies. Todo moreteado tenía, ¡ha de ser su apá!, es el espíritu. Ellos ven que uno ya no les hace caso, que uno ya cambió. A veces hacen un ruidito , se cae algo aunque uno lo ponga bien, ellos lo agarran. Eso no lo hacen si los atendemos bien. Una taza se movió, un plato bien puesto se movió, hay que atenderlos bien y con cariño. A ellos les da gusto.
Les ponemos agua porque llegaron cansados, nosotros a donde vamos tenemos que poner agüita. Hay que comprar un morralito y con 20 pesos de pan y 25 de flores. Tiene que comprar los caballitos, pero como no hay manera para pagarlos en una mata de plátano nomás se le hacen hoyito según cuántas velas vayas a poner”.
La muerte de Darío Morales continúa siendo noticia espantosa. Su viuda mejor piensa que sigue acostado en el monte, descansando tras tanto madrugar en el campo. María Robles aún guarda su sombrero, aunque está convencida que ya poco le dice de él.

*Los testimonios de este trabajo fueron recabados en octubre y noviembre de 2016 durante el Xantolo, en Huejutla de Reyes y las comunidades de Tlanchinol, Jaltocán y Chililico que conforman parte de la Huasteca Hidalguense.