En México, el inciso (a), de la fracción II del artículo tercero constitucional, considera “a la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo.” A su vez, el artículo 40 de la misma Constitución, establece: “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, laica y federal.”
Sin embargo, la democracia representativa ofrece algunas limitaciones a la participación política de la ciudadanía, que si bien es convocada periódicamente a ejercer su derecho a elegir a quienes habrán de ser sus representantes en los poderes Legislativo, Ejecutivo, y recientemente y, por primera vez, elegir a quiénes han de impartir justicia, a ser electos por el voto popular para integrar el Poder Judicial; el problema es que con, con los procesos electorales, se dice, termina la participación política de la ciudadanía.
Se trata, entonces, de una democracia en la cual quienes eligen no deciden, esa tarea que se deja a los expertos profesionales de la política o a los tecnócratas por los que nadie votó; al ciudadano no le se considera capaz de comprender las complejidades de la decisión política y sólo son convocados hasta el siguiente proceso electoral, mientras los elegidos toman las decisiones más convenientes según su “calificado entender” o, de plano, aquellas con las cuales sirven mejor al sistema del cual son fieles servidores.
Cuando Miguel de la Madrid y Carlos Salinas privatizaron las empresas, organismos y fideicomisos integrantes del sector paraestatal, nunca consultaron a nadie, como no fuera a quienes les entregaron lo que era parte fundamental del patrimonio nacional; para ejemplificar: Telmex y TV-Azteca, son empresas provenientes del sector público y su privatización las convirtió en pilares de dos de los grupos empresariales más poderosos del país. Más tarde, a Ernesto Zedillo, jamás se le ocurrió consultar sobre el salvamento de los bancos con recursos públicos y constituir el Fobaproa, cuyo costo sigue gravitando como pesada carga en la población; en otro caso, la guerra iniciada por Felipe Calderón, contra el crimen organizado, ha significado para el país un inútil baño de sangre, tampoco fue consultada y menos lo fueron las reformas hechas al amparo del Pacto por México y emprendidas con singular entusiasmo por Peña Nieto, reformas como la energética que, tras modificar la Constitución, permitió al gobierno entregar el petróleo al capital privado nacional y extranjero; fueron 12 las reformas inconsultas, negociadas en Los Pinos ni siquiera con los partidos comparsa, sino con un pequeño grupo de poderosos, esos 17 cuya fortuna es superior a la deuda externa del país, convertidos en dueños de todo aquello que constituía un patrimonio que no les pertenecía pues se constituyó con el ingente esfuerzo de un pueblo que así, además de no ser consultado, fue arteramente traicionado por quienes decían representarlo.
Pero todo eso se acabó con AMLO y a algunos no les gusta, y seguirán fracasando, al querer separar a la presidenta Claudia Sheinbaum del expresidente de quien “reconoce su legado y sus principios.”
Mucho se ha logrado, se avanza en la construcción de una democracia directa, cuyo punto de inflexión ha sido la democratización del Poder Judicial, ir sin prisa, pero sin pausa, se trata de lograr una democracia plena, participativa, donde los ciudadanos se informan, opinan, discuten, deciden y resuelven libremente al ser convocados no para decidir sobre la validez de la Ley de la Gravedad, sino sobre asuntos fundamentales para el país. El camino se ha trazado para unir elección con decisión.


