Profesora Universidad Ramon Llull
He nacido en una generación deprimida y el suicido es el fantasma que nos persigue. Estas no son palabras ni de Schopenhauer ni Camus, sino de un estudiante universitario de primero de carrera. Sus palabras me golpean con fuerza ¿Quién les ha robado el deseo de vivir?
Hace tiempo que cuando surgen preguntas sobre la adolescencia y la juventud, todas las respuestas se enfocan a señalar la nefasta influencia que ejerce internet y las redes sociales. Y aunque no dudo que estas tiene una gran preponderancia en sus vidas, me parece que se han vuelto una perfecta coartada que nos desresponsabiliza como adultos. ¿No será que las tecnologías están llenando el vacío, el silencio y el desamparo que ha supuesto el abandono de sus referentes adultos? ¿no será que la pandemia volvió insoportable la soledad en la que ya vivían nuestros adolescentes?
Esta perspectiva es incómoda porque nos interpela, porqué en lugar de mirar hacia afuera, nos coloca frente a un espejo y nos recuerda la responsabilidad que tenemos con las nuevas generaciones por el simple hecho de haber vivido más y tener más experiencia. ¿Pero, quién ha de asumir esta responsabilidad cuando los adultos también han claudicado ante la propia vida?
El ser humano no nace sabiendo vivir en este mundo, necesita de adultos que se lo presenten y le enseñen a vivir en él. Pero como dice Hanna Arendt, no existe la posibilidad de introducir a las nuevas generaciones en una sociedad por la que solo se siente indiferencia y desprecio. No es válida la autoridad de un adulto que no quiere su mundo ni se hace cargo de él.
La autoridad entendida como un hacer valer la experiencia del que ha vivido más. No es una reivindicación del autoritarismo que se funda en el miedo, sino de una autoridad que se adquiere, que se conquista, que se otorga gracias a la admiración que puede generar la propia experiencia y la sabiduría. La fuerza y la coacción se ejercen cuando no se tiene autoridad, se usa la fuerza cuando la autoridad fracasa.
En nombre del respeto a la libertad de la infancia, algunos adultos han renunciado a acompañarlos, a ayudarlos a construir un relato identitario en el que puedan descubrir su singularidad y se sientan queridos y reconocidos por ella.
El confinamiento domiciliario decretado a partir de la pandemia del Covid, se volvió el detonante de una convivencia que ya de por sí era difícil y conflictiva. A partir de ese momento se evidenció el sufrimiento entre la juventud, en forma de ansiedad, de fobias y de miedos. Y se puso de manifiesto la incapacidad de respuesta de algunos adultos ante el grito de auxilio de sus hijos.
Ahogados por el silencio y el abandono, los adolescentes fueron afianzando su refugio virtual. A fin de cuentas manejan a la perfección el lenguaje de internet y de las redes sociales, y tal vez sean esas nuevas formas de comunicación las que les permitan salvarse y salvar el mundo real tan desorientado y deshumanizado. ¿Por qué no? Internet y las redes sociales han demostrado su capacidad de enajenación y manipulación, pero también y con igual fuerza, su potencial de subversión y de cambio. Las nuevas generaciones de universitarios tienen grandes cualidades, están hechas de la diversidad y por lo mismo saben convivir con la diferencia y son tolerantes. Han incorporado con naturalidad la diversidad cultural, sexual y lingüística y estoy segura que están preparadas para comprender y vivir la complejidad. Su manejo de los nuevos lenguajes virtuales pueden ser una verdadera arma de emancipación.
La responsabilidad del profesorado universitario es ayudarles a descubrir la gran diferencia que existe entre manejar las nuevas tecnologías o ser manejados por ellas. Nos toca ayudarlos a descubrir los mecanismos del poder que se ejerce a través del discurso mediático y sobre todo mostrarles que las fuerzas y el deseo de vivir pueden surgir del descubrimiento que detrás de su malestar está su gran potencial transformador y creador.