Jueves, abril 25, 2024

Tomillo Silvestre de montaña

En la Irlanda rural de campiñas y montañas, la pequeña Rosemary Muldoon está enamorada de Anthony, el niño de la granja colindante, quien vive ensimismado, en apariencia sin mucha conexión con los sucesos de su entorno. Así fue siempre y sigue siendo, porque cuando crece, Rosemary (Emily Blunt) continúa enamorada. Eso sí, más desolada, porque siente a Anthony (Jamie Dornan) incluso más solitario y alejado, replegado en quién sabe qué secreto, que desde chico le ha provocado mirar al horizonte y preguntar: “Madre Naturaleza: ¿por qué me hiciste así?”. Para colmo, Rosemary acaba de perder a su padre, y su madre está visiblemente enferma. Y en cuanto a Anthony, su padre (un excepcional Christopher Walken) revela estar considerando vender la granja y no heredársela, por considerarle poco “conectado” con ella. Rosemary sabe pues que, de ser así, Anthony deberá emigrar y ella perderá lo único que siempre ha tenido de él: su cercanía. Todo lo anterior es el planteo de Amor en las montañas (Wild mountain thyme), dirigida por John Patrick Shanley, adaptada de su obra de teatro Outside Mullingar.

La película -que en otros países exhibe como Una canción irlandesa– quizá no tenga grandes pretensiones, pero es sensible e inspiradora. Borda sin aspavientos sobre temas de hondura y significado máximos: el amor por la tierra y el respeto por el legado de los ancestros; el significado profundo de familia; el orgullo de identidad (“eso y así somos por acá”); la sabiduría de las tradiciones y de nuestros viejos; el rumbo y fortaleza que aportan los recuerdos; el valor natural, a toda prueba, de las convicciones, si genuinas. Todo ello, firme, consciente, bien puesto, en una cinta “menor” (dirán algunos) a cuya romántica historia adornan, desde luego, el verdor, la lluvia y los alucinantes paisajes irlandeses, pero mucho más aún los sentimientos, la transparencia, la fraternidad y el apego de gente esencialmente buena, como individuos y colectivamente. Además –para sumarse a los de la sinceridad narrativa y la exuberancia visual– otro highlight de la película: su música original, compuesta por Amelia Warner (esposa de Jamie Dornan), que es expresiva y bella, sin empalago.

No poco, pues, en Amor en las montañas, admitiendo que, en efecto, ciertas sensibilidades más rudas puedan encontrarla cursi y “poco práctica”, según los cánones de un mundo contemporáneo notablemente más cínico (justo para ese contraste está en el film el personaje de Adam, actuado por Jon Hamm). Pero en lo que a mí respecta, su balance es del todo positivo, con una escena muy especial: en un pub tiene lugar una velada de canto, para recaudar fondos. Rosemary comparte mesa con su madre y con Tony, el padre de Anthony. Inesperadamente se para a cantar Wild mountain thyme, explicando que la cantaba su vecina Mary Reilly, la fallecida esposa de Tony. “Cuando ella murió –cuenta Rosemary— fue como si los pájaros perdieran sus voces”. La dulce interpretación de Rosemary inunda el lugar y, sobre todo, hace blanco en el corazón de Tony, cuyas lágrimas revelan cuánto la “presencia” ahí de su mujer le aclara las ideas. Nada queda por decir, en la medida en que todo está dicho. Mi momento cinematográfico favorito de los últimos 2-3 años.

Por último: el tagline de Amor en las montañas –su invitación “mercadotécnica”– es Nada hay más peligroso que una irlandesa enamorada. Me parece imprecisa; está pensada para una comedia y la película no lo es (aunque algunos la sientan así). Estamos ante un melodrama; de rasgos comédicos, sí, pero melodrama al fin y al cabo. Habría sido mejor, quizá, Ningún corazón se enamora más que un corazón irlandés, o algo parecido. En este film, ¿el corazón de quién? El de Rosemary, claro. ¿O tal vez el de Anthony? ¿O acaso el de Tony, el de la desaparecida Mary, o el de Aoife Muldoon? Tal vez, los corazones de todos ellos; o a fin de cuentas, por qué no, el corazón de Irlanda toda.

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