El director de orquesta
acomete invitando a que vibren los violines,
la levedad de una mano nerviosa
se prende de un tibio antebrazo,
fundiéndose los arpegios de cada pubis
con los de la vanguardia de cuerdas de la filarmónica.
Cuando al medio del escenario
un robusto ángel de Tonantzintla
sopla las nubes de la sala con su clarinete,
otra mano ase la mano temblorosa
bajo el rocío de la nube que mueve
el cantarín aliento del ángel recio.
Cuando Antonin Dvorák se despide
con sus cincuenta músicos en escena,
se zarandean los pañuelos del hasta pronto,
y una boca se pega a otra boca
tentando la obertura a una nueva sinfonía.
El programa termina, no hay encore,
el ancla no se prende al fondo de la mar.
Finaliza el concierto para dos solistas
que besaron, muy tímidos, su soledad.