En éstas fechas, me resulta inconcebible la creencia popular de que la celebración del Día de Muertos pertenece a una celebración prehispánica cuando en realidad no es así.
El diccionario de la Real Academia Española (RAE) define al sincretismo como la combinación de distintas teorías, actitudes u opiniones y se plantean como sinónimos las palabras fusión, unión, unificación, amalgama y síntesis. También es un sistema filosófico que trata de conciliar doctrinas diferentes y finalmente, en la lingüística, es la expresión en una sola forma, de dos o más elementos lingüísticos diferentes.
El Día de Muertos es una celebración rica en simbolismos y tradiciones que han cautivado al mundo entero. Su origen se encuentra en un fascinante proceso de amalgama cultural, donde elementos de las antiguas civilizaciones mesoamericanas se fusionaron con las creencias católicas introducidas durante la colonización española.
Antes de la llegada de los españoles, las culturas mesoamericanas como la mexica (azteca), maya y purépecha, celebraban rituales dedicados a sus ancestros. Estos rituales involucraban ofrendas de comida, bebida, flores y objetos personales para honrar a los difuntos y facilitar su viaje al más allá. Un altar era construido con diversos niveles donde se colocaban los elementos mencionados anteriormente. Esto se complementaba con la flor de Cempasúchil que, conocida como la “flor de los muertos”, guiaba a las almas hacia las ofrendas por su intenso aroma y color.
La visión de los Mexicas se orientaba a que la muerte originaba los destinos de acuerdo a ciertas deidades, de modo que se reverenciaba como algo trascendental. Cuando los fallecidos se vinculaban con el agua como la lluvia, rayos, ahogamientos; o ciertas enfermedades como hinchazones generalizadas que, además, en sacrificios donde niños eran maltratados para que llorasen antes de ser ofrendados para incitar a que lloviese, tenían como meta llegar a Tlalocan o paraíso de Tláloc, dios de la lluvia, que era un lugar de reposo y abundancia.
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Omeyocán, paraíso del sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra, era un lugar al que solamente llegaban los muertos en combate, los hombres cautivos en guerra que se sacrificaban y las mujeres que morían en el parto. El Omeyocan era un lugar de felicidad permanente, en el que se festejaba al sol y se le acompañaba con música, cantos y bailes.
Había un inframundo denominado Mictlán, cuyo camino era muy tortuoso y difícil, pues para llegar a él, las almas debían recorrer distintos lugares durante cuatro años. Después de esto, llegaban al Chicunamictlán, que era el lugar donde descansaban las almas de los muertos. Para recorrer este camino, el difunto era enterrado con un perro llamado Xoloitzcuintle, el cual le ayudaría a cruzar un río y llegar ante Mictlantecuhtli, a quien debía entregar, como ofrenda, atados de teas y cañas de perfume, algodón (ixcátl), hilos colorados y mantas. Quienes iban al Mictlán recibían, como ofrenda, cuatro flechas y cuatro teas atadas con hilo de algodón. De esta manera, cuando alguien moría, era enterrado con dos tipos de objetos: aquellos que habían sido utilizados en vida y los que necesitaría para llegar al inframundo.
La llegada de los españoles implicó la imposición de la religión católica y sus festividades, con una visión de la muerte totalmente distinta pues el final de la vida, ir al cielo o al infierno, dependería de lo hecho desde el momento de nacer. Así, se impuso la religión católica y sus festividades. El Día de Todos los Santos (1 de noviembre) y el Día de los Fieles Difuntos (2 de noviembre) se convirtieron en una oportunidad para cristianizar las antiguas tradiciones indígenas.
Así comenzaron a elaborarse las ofrendas con velas que simbolizan la luz que guía a las almas hacia el cielo, oraciones y rezos para pedir por el descanso eterno de los difuntos, la colocación de sal que simboliza la purificación y protección de las almas, el papel picado que adorna los altares y representa la alegría y la celebración de la vida, el pan de muerto es un vínculo entre el mundo de los vivos y el de los muertos y que al compartirlo en la ofrenda, establece una conexión con los seres queridos que han partido, manteniendo viva su memoria. Se coloca comida, elementos del gusto del difunto y ahora, fotografías.
Otros elementos componen la ofrenda, que dependen más de los regionalismos, de modo que esta festividad se ha convertido en un proceso dinámico que ha estado en continua evolución y que seguramente incorporará con el tiempo, nuevos elementos y tradiciones, dando lugar a una celebración única, diversa, original y heterogénea. Esta festividad debe recordarnos celebrar la memoria de nuestros seres queridos a través de la muerte pero principalmente, a celebrar la vida.
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