Con 12 años, unos frailes de Aurillac iniciaron a Gerberto en la ortodoxia, pero pronto se les acabó el qué enseñarle y el niño tuvo que marchar a Reims y a Barcelona. Los últimos años del primer milenio no eran, en lo que tiene que ver con la ciencia y las artes, el punto más álgido de la cultura cristiana. O tal vez sí, porque, al fin y al cabo, ¿no eran las ciencias, tanto las del Trivium como las del Quatrivium, las que tenían que adaptarse a la teología, a la única ciencia relevante? ¿Para qué quiere un buen cristiano investigar, si lo que tiene que saber ya le será revelado?
La soberbia juvenil, la insolente curiosidad, condujo a Gerberto a tierras moras. Quería estudiar las ciencias de los moros, decía. Los infieles, que ignoraban la verdadera fé, sabían más de matemáticas, física, astronomía y geografía que los devotos. Gerberto estudió en Córdoba y Sevilla, se juntó con Lupito de Barcelona, con el astrónomo Ben Lupi y con el matemático Guérin, en un batiburrillo insolente de religiones opuestas.
Volvió a la cristiandad con el cero y el sistema decimal –¡Qué herejía!– en un zurrón lleno de supersticiones árabes. Se instaló en Roma donde enseñaba el Quadrivium, inventaba artilugios y miraba constantemente al cielo. Dicen que construyó una cabeza de oro fundido que le dijo que sería Papa. En eso, la cabeza no era original, el emperador Otón I le dijo lo mismo cuando le nombro tutor de su hijo, el futuro Otón II.
Desconocemos si fue por mediación de la cabeza, del emperador o de alguna otra superchería, pero Gerberto de Aurillac tomó en propiedad la silla de San Pedro y, el 2 de abril del 999, se convirtió en el 139.º Papa de la cristiandad, con el nombre de Silvestre II, y podía atar, desde la Tierra, todo lo que quisiera atar en el cielo. Era un signo inequívoco del fin del mundo. Todos sabían que el nuevo Papa, el que viviría la escatología del fin del mundo, era un hereje, un endemoniado. ¿Para qué miraba, si no, tanto al cielo y las estrellas?