David Alexir Ledesma nació en 1990. Lorent Saleh, en 1988. Uno, en México, el otro, en Venezuela. En cuestión de días, y en el mismo lugar, ambos consiguieron una exposición mediática que puede calificarse de descomunal. El primero tuvo el honor, siempre dudoso, de ser la primera víctima sacrifical de los cuadros administrativos del sexenio lopezobradorista. La habitual jauría de tuiteros, periodistas y comentaristas de ocasión se solazó con el cadáver insepulto de un joven con carrera trunca que generaba contenidos para el Conacyt y coordinaba la agenda de su titular, María Elena Álvarez-Buylla.
El segundo corrió con mejor suerte. Siendo un terrorista encarcelado por la planificación de atentados en la zona fronteriza del Táchira, consiguió que políticos opositores, presentadores de televisión, gentes de poder y hasta influencers de cierto pelaje lo llevaron en volandas por todos sus púlpitos a proclamar la buena nueva de un gobierno legítimo elegido por Estados Unidos para salvar a Venezuela de un gobierno legal, elegido por los venezolanos.
En esta historia de dos ciudades y dos jóvenes de la misma edad, cuyas vidas se cruzaron en la capital de la república mexicana a principios de 2019, subyacen algunas pistas que permiten entender lo que está pasando en esta coyuntura que peca casi de excepcional. El entusiasta recibimiento de Saleh no requirió excusas ni maquillajes. El mismo partido que exigió la expulsión del español Abraham Mendieta, asesor parlamentario de Morena, por “inmiscuirse en los asuntos políticos” de México, le cedió el senado a Sahel para advertir a Obrador que no debía convertirse en “el gran protector de la tiranía y del crimen organizado en Venezuela”.
El doble rasero ni siquiera es novedad, pero siempre es bueno recordar que en el discurso victimista aflora siempre el victimario. En ese caso concreto, periodistas predispuestos al cambio de régimen en Caracas se incomodan ante tales prospectos:
“Operación Libertad Venezuela fue creada en el 2011 por dos estudiantes ultraconservadores del estado de Táchira, al otro lado de la frontera, Lorent Saleh y Gabriel Valles, que se exiliaron a Colombia. Los dos llegaron a asustar hasta al gobierno colombiano de Juan Manuel Santos. Fueron deportados en el 2014 tras publicarse un vídeo en el cual hablan de realizar una serie de atentados en la frontera con el fin de desestabilizar al Gobierno de Maduro.
En el vídeo del 2014, Saleh y Valles se jactan de poder “tomar el puente” (el puente fronterizo de Tienditas) y con “dos pastas grandes del explosivo C4 y gasolina (…) volar y quemar las licorerías y las discotecas de San Cristóbal”. Los atentados, según el vídeo, estaban planificados para coincidir con la llegada a Cúcuta del expresidente Álvaro Uribe, un admirador de la Operación Libertad, estrecho aliado del presidente colombiano actual, Iván Duque.
Matar chavistas no es un exceso retórico de jóvenes insurgentes con exceso de testosterona. Es el sentimiento que une a la oposición venezolana desde su expulsión del Estado en 1999, evento cataclísmico que han procurado revertir con golpes de estado, paros petroleros, marchas violentas y bloqueos varios, mientras convertían su feudo perdido en territorio de caza.
La cuidada imagen de los millennials perseguidos por el ogro chavista, que se repite hasta la saciedad desde hace años, choca con la opuesta realidad de las cosas. En Venezuela, quienes siempre están en peligro de muerte son aquellos que defienden la revolución bolivariana. Y así lo decía uno de estos supervivientes:
“Dieciocho años de lucha nos han enseñado lo más oscuro de las almas seducidas por las ansias de poder, por el racismo, por el odio de clase. Ha muerto demasiado pueblo. Decapitado, baleado, torturado, quemado. Por décadas el chavismo ha puesto a sus líderes, a sus militantes sin exigir revancha. La justicia ha castigado a muchos, muchos disfrutan del aire azul de la libertad. Nuestro enemigo interno está sediento de sangre, con un perfil de asumida superioridad”.
La superioridad moral de Lorent Saleh mucho tiene que ver con este certero sentido patrimonialista que se da entre todos los elegidos de América Latina. La semilla perenne de la desigualdad florece al calor del Estado, principal encargado que las riquezas de la nación queden en manos de intereses extranjeros, comisionistas locales y administradores de casta. Todos ellos usan el poder conquistado para acaparar el flujo de ingresos hacía estos grupos afines, también conocidos como élites extractivas. Toda política que revierta el reparto ascendente entre mafias burocráticas, empresariales y locales y erosione los mecanismos de mediación entre pares (secretos y cupulares) es combatida a muerte.
En especial, cuando esta política pasa por integrar a las filas estatales nuevos cuadros de origen popular, mientras se reciclan viejos administradores (funcionales a todo gobierno) y se crean mecanismos de bienestar directo entre la población. Este tipo de poder emergente frena los mecanismo de acumulación de capital económico, cultural y simbólico de unos pocos a la par que erosiona la interlocución privilegiada que las élites ya acomodadas ejercieron durante años o décadas. Por eso, los constituyentes se denominan populistas desde la doctrina al uso. Y esta es la razón por la cual las viejas cúpulas combaten contra los regímenes que limitan las bases materiales de su hegemonía.
De momento, los partidarios del capitalismo nacional y el pacto con las élites han sufrido las consecuencias de los pactos rotos, tal cual le sucedió al inventor de esta tercera vía, Luiz Inácio Lula da Silva, encarcelado por los mismos que auparon, tiempo ha, su exitoso modelo de desarrollo. Aquellos que, en cambio, optaron por la expropiación total (Cuba) o parcial (Venezuela) de sus fuentes de poder han resistido mejor los golpes de la historia. Hasta hoy, al menos.
La perspectiva de guerra total que se cierne sobre Venezuela terminará desnudando el poder detrás de Guaidó de toda pretensión de legitimidad para reducirlo a la weberiana capacidad de imponer su voluntad en contra de todo un pueblo. Cuando pasemos de la ayuda humanitaria a la intervención militar, porque fracasó la compra de voluntades en el ejército venezolano, los escuadrones de la muerte imaginados por el visionario Saleh se dedicarán a extirpar el mal sin sutileza alguna. Entonces, quizás, sea el momento de refrescar esas piezas de propaganda que cimentaron el camino al horror.