Domingo, julio 20, 2025

Se fue otro grande: Alberto Onofre

Cuando alguien me lo pregunta no lo dudo: el jugador mexicano más fino que me tocó ver fue Alberto Onofre, artífice del último título de Liga del campeonísimo de los años 60 y protagonista, casi en seguida, del drama más amargo en la historia de nuestro futbol.

Onofre fue la quintaesencia perfecta del enorme vivero que era el futbol tapatío en esa época. Delgado, erguido, con un control del balón y un balance del cuerpo impecables, poseía una naturalidad innata para encontrar soluciones instantáneas a cualquier jugada y un servicio en corto y sobre todo en largo prácticamente infalible. Era el “10” soñado para una Selección que se aprestaba a inaugurar su primer Mundial en casa, y cuenta Raúl Cárdenas que estaba a punto de pitar para dar por concluido el último entrenamiento del equipo tricolor a su cargo, antes del partido inaugural contra la URSS, porque había empezado a lloviznar. Se acercaba el medio día del 27 de mayo de 1970, un miércoles, y entonces ocurrió todo: el resbalón de Juan Manuel Alejándrez, que marcaba a Onofre de cerca aunque sin la intención de ir sobre él, el choque fortuito entre ambos, el chasquido como el de un leño seco al romperse, la sorpresa en la cara de todos, la desolación… Allí estaba Onofre, yacente sin remedio, el gesto de dolor agudo reflejado en el semblante, la congoja de Alejándrez que en un instante fue la de todos, el apresurado traslado a la ambulancia y de la ambulancia al Sanatorio Español, que era el más próximo al Centro de Capacitación donde se encontraba concentrado el equipo nacional. Y el parte médico: fractura doble de tibia y peroné. Adiós Mundial. Adiós Onofre.

Tardó en curarse y jamás volvería a ser el mismo. Nunca se sabrá si no quedó bien de la pierna o fue la herida psicológica la que se llevó para siempre al jugador extraordinario que Alberto Onofre llegó alguna vez a ser, mucho antes de su discreta retirada por la puerta de atrás en 1978. Había debutado en el primer equipo del Guadalajara en 1967 como pieza de recambio, muchachito flaco y tímido, con un toque privilegiado pero con poca presencia en los partidos. Recuerdo, sin embargo, un encuentro de Copa contra el Necaxa, en un recién estrenado Estadio Azteca, en el que este desconocido novato se apoderó de la media cancha, le secuestró la pelota al rival y manejó con soltura a unas Chivas cuajadas de nombres nuevos que acabaría goleando 0-4 a los necaxistas, que defendían su título copero ganado en el ejercicio anterior. Era apenas un partido de la fase preliminar, pero Onofre lo convirtió en un concierto de toque casi diría que adelantado en el tiempo.

No se repitió en lo inmediato. Alberto Onofre volvió a su condición de suplente, muy fino, muy pulcro y prometedor, pero todavía sin soltarse del todo.  Al año siguiente, sin embargo, ya empezó a contarse con él. Y el Guadalajara quedó subcampeón de una Liga que el Cruz Azul le ganó en el propio Estadio Jalisco y sobre la recta final del torneo gracias a un gol de, precisamente, Juan Manuel Alejándrez. Fue la primera y única vez que los cementeros se coronaron jugando no en el Azteca sino en su pequeño “10 de diciembre” de la Ciudad Cooperativa Cruz Azul, en el estado de Hidalgo. A diferencia de las Chivas contaban ese año con un plantel maduro y de gran calidad que le prometía al club un futuro promisorio, tal vez los títulos en hilera que iban a conquistar en la década siguiente. Pero no en el torneo mayor de 1969. No mientras Onofre pudiera manejar la batuta de la orquesta rojiblanca que ya un cronista argentino, Jorge Ventura, empezaba a llamar “Rebaño Sagrado”.

69-70: la Liga de Onofre. Obligado por las circunstancias, Javier de la Torre, el entrenador del Guadalajara, emprendía al fin una renovación a fondo. Y en ella, la pieza clave se llamaba Alberto Onofre Cervantes (Guadalajara, 05.07.1947-09.01.2025). Quedaba muy poco de la alineación clásica del campeonísimo. De los “viejos” solamente el lateral diestro Arturo Chaires y el mediocampista de contención Sabás Ponce. A veces, el viejísimo José “Jamaicón” Villegas entraba por cambio. Contaba además De la Torre con dos jugadores ya maduros y consolidados, Javier Valdivia –centro delantero titular— y el extremo zurdo Paco Jara, que ese año se alternó en el puesto con el joven Salvador Espinoza. Se intercambiaban en la portería Nacho Calderón y el “Coco” Rodríguez, ambos entrados en sus veintes, tan confiable el uno como el otro. El resto tenía poco que ver con los ídolos de hacía no tanto –los “Tubo” Gómez, “Tigre” Sepúlveda, Chava Reyes, Héctor Hernández, Isidoro Díaz–, pero mucho con la exuberante cantera rojiblanca, entonces en auge y de donde procedía el resto. Repasemos el cuadro titular, con su clásico 4-3-3: Calderón o el Coco; Chaires, Jaime López, Jáuregui, Villalobos (Villegas); Herrada, Onofre y Ponce; Carlos “Cuate” Calderón, Valdivia (Willy Gómez) y Espinoza (Jara). Promedio de edad, 23 años. Y cuando se daba entrada a algún otro era invariablemente un imberbe, el chico Monroy, por ejemplo.

Si uno repasa esa alineación comprobará que, con las excepciones de Pedro Herrada y el Willy Gómez, y tal vez Carlos Calderón, el gemelo de Nacho –¡que también portereaba en caso de necesidad!–, ninguno de los “nuevos” trascendió. Jaime López, cuando parecía afianzarse como central, terminó baleado, víctima de la ola de violencia que ya empezaba a enseñorearse en Jalisco. Deben ser aquellas Chivas el más bisoño campeón de Liga en la larga historia del futbol mexicano. Y el artífice de la obra no fue otro que Alberto Onofre, el mejor, el más fino y cerebral “10” nacido en México.

Sobre lo cual, para mí, no cabe discusión alguna.

De la estadística a la memoria. La biblia futbolística del nuestro inolvidable Isaac Wolfson (Historia estadística del Futbol profesional en México. Primera División: 1943-1996. Segunda Edición. Isaac Wolfson. 1996) da cuenta de 5 goles anotados por Onofre en la Liga del 1966-67, otros tantos al año siguiente y 7 más cuando por fin logró conducir a sus Chivas al título de la Liga 69-70. El mismo Onofre firmó, contra el Atlante, el único tanto del partido en que se coronaron, jugado en el Jalisco la noche del 17 de diciembre de 1969, y que recuerdo como un latigazo angulado desde fuera del área, como eran casi todos sus goles, como fue el que le marcó al belga Piot en el Azteca en un amistoso previo al mundial, antes de que el sorteo designara a Bélgica como el adversario decisivo del Tri en la ronda de grupos del inminente México 70.

Pero mejor grabado se me quedó en el caletre el tiro libre –sesgado, desde la banda derecha, burlando la barrera y además inatajable—que le clavó al América en la primera vuelta de la Liga que ganaron sus Chivas. Ese partido terminó en goleada con doblete de Onofre (1-4), y en la devolución de la visita, en Guadalajara, la victoria rojiblanca sería por 3-1. Este partido, por cierto, se jugó en dos días consecutivos porque la noche del sábado, durante el descanso, se desató una tromba de agua que dejó el terreno impracticable, por lo que el segundo tiempo tuvo que posponerse para el mediodía del domingo.

En 1969, por cierto, el protagonista en el América fue Enrique Borja, mas no por lo hecho dentro del campo sino por su negativa a vestir la camiseta azulcrema: había declarado en todos los tonos que su venta al equipo de la televisora se había hecho sin su consentimiento (era chiva confeso) y que la operación, por lo tanto, debía deshacerse. Y si eso no ocurrió fue porque su club de origen era en ese tiempo parte del patrimonio deportivo de la UNAM, que la ley orgánica de la institución consideraba intrasferible, por lo que el acuerdo directivo entre pumas y americanistas se dio bajo la forma de donación, y la propia normatividad universitaria impedía devoluciones al donante. Lo caido, caido…

Por si usted lo ignoraba, ésas fueron las retorcidas razones por las que el gran Borjita terminaría sus días transformado de puma simpático en americanista emblemático. Y goleador histórico con ambas camisetas.

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