Hace unos días, la versión nacional de esta casa editorial reportó el robo de una pintura rupestre… sí, por más inverosímil que suene, alguien se robó una pintura rupestre de una cueva. “El Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) -afirma la nota- interpuso una denuncia ante la Fiscalía General de la República (FGR), luego de que desconocidos extrajeran una parte de la pintura rupestre del sitio La Cueva Pinta, ubicado en la ciudad de Cuatro Ciénegas, Coahuila. En un comunicado, el INAH informó que se removió la figura de una mano que pertenecía a un panel con más de 150 motivos, que fueron plasmados en varios periodos de entre 5 mil y 500 años. El director del Centro INAH Coahuila, Francisco Aguilar Moreno, informó que los daños fueron reportados mediante una denuncia ciudadana”. Aparentemente, los ladrones habrían utilizado una sierra para cortar el fragmento del panel de la piedra y se lo llevaron. Otras fuentes especulaban con la posibilidad de que la pintura se hubiera roto en el proceso. No hay sospechosos ni se sabe qué destino tendrá tal pieza. Lo que podríamos pensar es que irá a parar en alguna colección privada, aunque tampoco es descartable que, de forma milagrosa, de pronto aparezca en un museo en Europa o Estados Unidos. La nota me causó una honda impresión al darme cuenta de los alcances que tienen los ladrones de patrimonio en el mundo, además de constatar la codicia y el deseo enfermizo de algunos coleccionistas que quieren tener en casa aquella pieza única, eso que nadie tiene en su sala. Juzgo esto, de entre todas las expresiones del individualismo y el egoísmo desmedido en el que vivimos en este mundo del presente, como una de las más abyectas. No sólo sustraen una pieza irrepetible y que no tiene valor asignable; están dañando el entorno de esa pintura y dejan un hueco -literalmente- en la historia de la región. Quien roba y quien encarga el robo, tal como el que plagia cualquier trabajo intelectual, elude el esfuerzo de la conceptualización y la realización de la obra. Poco importa a estas personas los contextos, las narrativas a las que pertenece, la historia del sitio, su valor para los habitantes de la región. De lo que se trata es de satisfacer un deseo y, en el caso de los ladrones, obtener recursos para lo que sea. El dinero, quizá pasa a un segundo término, aunque es muy importante; es seguramente esa sensación cuasi orgásmica de perpetrar semejante acción y salirse con la suya, equiparable a la llegada de Trump, Musk y su camarilla de facinerosos al gobierno de Estados Unidos.
Por si fuera poco, este robo nos muestra la imposibilidad -o el poco interés- que tienen los gobiernos estatales y federales por cuidar y procurar el patrimonio, en especial el rupestre, que sufre vandalismo con demasiada frecuencia y ahora, hasta robo. También, quizá lo más doloroso, denota el poco interés de las comunidades que habitan cerca de la región por proteger su propio patrimonio. ¿Importa más el arte sacro que este rupestre? Es posible que así sea para ciertos grupos, en especial porque la religión católica es la dominante. Algo similar ocurre con el patrimonio arqueológico y, desde que existe la exploración científica, ha sido moneda corriente. Quizá los arqueólogos de la actualidad ya no pueden hacerlo, pero no hace mucho, se robaban lo que encontraban. Baste ver las colecciones del Museo Británico, del Louvre, del Field Museum de Chicago, entre muchos otros. Latrocinio disfrazado de protección científica. En este sentido, es famoso el saqueo de Yaxchilan, importante ciudad maya del periodo Clásico en Chiapas, caso del que nos da cuenta Roberto García Moll en su artículo “El saqueo de Yaxchilán. El diálogo roto” publicado en la revista Arqueología Mexicana, núm. 21 (1999): “Entre 1882 y 1887, a través de Gorgonio López, su agente en México, Alfred Maudslay retiró de Yaxchilán seis dinteles, cinco de los cuales se encuentran hoy en el Museo Británico, mientras que el sexto fue enviado por error al Museum für Vólkerkunde de Berlín, de donde desapareció durante la segunda guerra mundial. Por otro lado, para la inauguración en 1964 del nuevo edificio del Museo Nacional de Antropología en la ciudad de México, se tomó la decisión de retirar de Yaxchilán nueve dinteles y tres estelas, de las cuales sólo una fue devuelta al sitio en 1981”. Historias como estas se repiten en todo el orbe, como una constatación del poder colonizador de Occidente sobre todos los demás territorios. Un meme que vi hace tiempo decía que, como las pirámides de Guiza no cabían en un barco, por eso no estaban en el Louvre o en el Museo Británico. Parece chiste, pero no lo es. Ya he hablado sobre el particular en una columna anterior intitulada “Indiana Jones y el friso de Pláceres”.
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La región de Coahuila ya ha sufrido saqueos anteriores pues, como vemos en un boletín emitido por el INAH en esa entidad en 2023, se denuncia el robo de material en el Cañón de la Lagartija, en Cuatro Ciénegas. Según la nota, el sitio fue “registrado en 2001, por la arqueóloga del Centro INAH Coahuila, Leticia González Arratia. Está compuesto por más de 15 unidades arqueológicas que contienen manifestaciones gráfico-rupestres, morteros sobre la roca y material lítico en superficie, localizados en abrigos rocosos medianos y pequeños, así como nichos y oquedades en la roca; estas unidades con evidencias culturales fueron habitadas por grupos nómadas de cazadores-recolectores del desierto, hace 3,000 a 1,000 años. (…) El director del Centro INAH Coahuila, Francisco Aguilar Moreno, detalló que, derivado del peritaje realizado por el arqueólogo Yuri de la Rosa, se confirmó la destrucción de dos contextos arqueológicos, así como daño por alteración de los sedimentos de los abrigos rocosos, además de robo de material arqueológico que, dadas las características de material existente en la región, pudieran ser restos humanos, textiles, maderas, huesos trabajados de animales y material lítico, como puntas de proyectil, raspadores, cuchillos y otros artefactos”. Quizá este saqueo haya sido un antecedente un tanto desordenado del que vemos más recientemente, que aparenta ser un ejercicio metódico pues deliberadamente fueron por la pintura a encargo de alguien específico. Como sea, denota el interés de alguien por este tipo de materiales y que está dispuesto a lo que sea por obtenerlos. No hace mucho discutí en otra entrega intitulada “Museo Nacional de Antropología” la necesidad de replantearnos el sentido de los museos con colecciones arqueológicas y el que tienen como símbolo de los estados nacionales que los crean, concretamente el nuestro. Pese a que pueden acercar a los ciudadanos el acervo arqueológico nacional, tienden a extraer de los contextos los materiales y a descontextualizarlos, además de que despojan a los pobladores de su patrimonio. Sin embargo, el que estas piezas se encuentren en colecciones privadas es no sólo la descontextualización, sino la sustracción histórica de la pieza. Esto implica que, para las generaciones venideras, ese patrimonio prácticamente dejó de existir y, a menos que haya sido documentado con fotografías y dibujos, desaparece totalmente de la memoria. Como lo dije al inicio de esta entrega, quizá lo más sorprendente de este caso es el nivel de osadía, desparpajo y destrucción al que llegaron estos individuos y sus empleadores. Por supuesto, le rezo a todos los dioses de la arqueología y a los guardianes espirituales de ese patrimonio rupestre, para que se recupere ese patrimonio; pero también para que, a los ladrones, pero en especial a esos malandrines coleccionistas, se les echen a perder todos sus planes y proyectos y que pasen a la memoria de los pueblos como la porquería que son: ladrones de patrimonio, historias y memorias.
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