Martes, junio 17, 2025

Sapiens animales

Desde hace tiempo vengo cuestionándome muchas cosas que han sido colocadas por nuestro saber occidental como piedras inamovibles y que sitúan a las diferentes sociedades que se han desarrollado a lo largo de la historia de la humanidad entre civilizadas, bárbaras o en vías de salir de un nivel para llegar al otro. Se esgrimen argumentos lo mismo rimbombantes que petulantes y que, he de reconocer, también compartí en algún momento: que si las sociedades ágrafas son un estadio anterior en la evolución y aquellas que escriben son superiores, relegando de un plumazo todo el saber oral que, les guste o no, ha logrado conservar una enormidad de conocimientos humanos; que si las civilizaciones construyeron grandes obras arquitectónicas y las que no, pues no fueron civilizaciones; que si la modernidad es un proyecto “humano” totalizador del que surge todo lo bueno y que beneficia a la humanidad en su conjunto. Poco a poco he ido cuestionándome conceptos, ideas, categorías, teorías, acuñadas desde el pensamiento europeo para definir todo lo que nos rodea, todo el quehacer humano, relaciones, hechos y concepciones. He ido compartiendo reflexiones al respecto a lo largo de varios meses en este espacio con la intención de hacer partícipe a quien quiera que lea estas líneas de esas mismas dudas. Recientemente, me encuentro recopilando información para desafiar más adelante aquello de que el homo sapiens es el homínido privilegiado, el único capaz de concebir la vida social, el trabajo organizado, el que realizó herramientas y el que pudo imaginar y realizar cosas tan abstractas como el arte, el lenguaje o la escritura. Claro, tales cuestionamientos no son baladíes cuando atendemos a numerosas notas que dan cuenta de los hallazgos más recientes de “nuevas” especies de homínidos que habrían producido herramientas y que no son sapiens. Es decir, hubo otras especies, además de los sapiens -y ahora medio se reconoce a los neandertales- que tuvieron capacidad de “pensar” y resolver su vida de forma “inteligente”. Lo entrecomillo pues me parece que ambas cosas deben ser discutidas ya con urgencia, pues como veremos a continuación, ello nos permitirá establecer relaciones diferentes con nuestro entorno. 

Un reportaje publicado en septiembre de 2022 en la revista National Geographic intitulado Las emociones no sólo evolucionaron en los seres humanos: así es la vida interna de otras especies” escrito por Yudhijit Bhattacharjee nos llama a una cavilación mayor sobre la evolución y sus efectos en las especies diversas que pueblan nuestro orbe. “Como humanos -afirma Bhattacharjee-, aún nos consideramos distintos a los demás animales. No obstante, en los últimos 50 años los científicos han acumulado evidencias de inteligencia en muchas especies no humanas. El cuervo de Nueva Caledonia usa ramitas para extraer larvas de insectos de las cortezas de los árboles. Los pulpos resuelven acertijos y protegen la entrada de sus madrigueras con rocas. No hay duda de que muchos animales poseen capacidades cognitivas extraordinarias. Pero ¿podrían ser más que simples autómatas sofisticados que solo se ocupan de sobrevivir y procrear?” La respuesta es sí, por supuesto, por más que racionalistas y religiosos recalcitrantes piensen que no es así pues somos o la especie elegida por el divino o aquella privilegiada por la evolución. “Cada vez más estudios conductuales -continúa Bhattacharjee -, en combinación con observaciones en la naturaleza –como una orca que empujó a su cría muerta durante semanas–, revelan que muchas especies tienen más en común con los humanos de lo que se creía. Los elefantes guardan luto, los delfines juegan por diversión, las sepias tienen diferentes personalidades, los cuervos parecen responder al estado emocional de otros cuervos. Muchos primates forman amistades sólidas. En algunas especies, como los elefantes y las orcas, los más viejos comparten con los jóvenes los conocimientos adquiridos por experiencia. Otras, como las ratas, realizan actos de empatía y bondad”. El reportaje describe experimentos, experiencias, “curiosidades” -que no lo son tanto, especialmente para todos los que tenemos mascotas y pensamos que lo único que les falta es hablar-, y, con detalle, nos adentra al mundo del pensamiento, la comunicación y la emotividad animal. Por supuesto, para nosotros sapiens, acostumbrados a sentirnos solos en la cumbre de la evolución, suponer que otros animales piensen, sientan y resuelvan su vida de manera inteligente, nos resulta una necedad.  

David Abram, en su reciente libro “Devenir Humano” (2021), al reflexionar en torno a una nueva manera de hablar que nos inserte nuevamente en el mundo en que habitamos, como integrantes, como animales de dos patas, afirma que “las palabras son artefactos humanos, ¿no es así? Para hablar o pensar con palabras es necesario apartarse un poco de la presencia del mundo hacia una esfera de reflexión puramente humana… Ese ha sido, en efecto, nuestro supuesto civilizado. Pero ¿y si el habla significativa no fuera una posesión exclusiva de los humanos? ¿Y si el lenguaje que hoy hablamos hubiera surgido en un principio como respuesta a un mundo animado, expresivo, una respuesta titubeante no solo a otros individuos de nuestra especie sino a un cosmos enigmático que ya nos hablaba en una miríada de lenguas?” En efecto, y si nos habla, ya no lo escuchamos. Ya en otro libro anterior, “La Magia de los Sentidos” (1997), Abram se lamentaba de que hoy nos comunicamos solamente entre nosotros y nuestras tecnologías y hemos olvidado que, lo que nos hace humanos, es todo aquello que nos rodea, no solamente nosotros -en nuestra infinita vanidad. Después de todo, como afirma Abram en el libro “Devenir…”, estamos “tan acostumbrados al culto de la pericia que la noción misma de honrar y prestar atención a nuestra experiencia directa de las cosas –los insectos y los suelos de madera, los coches destartalados y las manzanas picadas por los pájaros, los aromas que suben desde la tierra fértil– nos parece una manera extraña y errónea de descubrir lo que vale la pena ser conocido”. En efecto, una de las enormes paradojas que nos ha brindado el método científico es que ha acotado, por desgracia, la imaginación y la capacidad de percibir aquello que no esté en términos racionales, no al menos en lo humanamente racional. ¿Que un delfín piense? ¡Imposible!; ¿que un ave sea capaz de crear arte con plumas y hojas para atraer a su pareja? ¡Pamplinas!

Este antropocentrismo en el que nos hemos manejado por siglos tiene numerosos riesgos y consecuencias terribles. Me ocuparé en este momento de dos de ellas. Primero que nada, la idea de que, al ser los seres de la creación o el estadio evolutivo superior, tenemos como especie la supremacía sobre todas las demás, de manera que si aceptamos que las otras especies también razonan y sienten, pues seríamos unos depredadores sanguinarios, crueles y despiadados. Es decir, si asumimos el pensar y sentir animal, ese pedazo de jamón que nos sambutimos perteneció a “Babe, el puerquito valiente” o ese jugoso corte de res arrancó lágrimas a esa simpática vaca. ¿Verdad que no es tan sencillo renunciar a nuestro pedestal en el que nosotros mismos nos hemos colocado? En el reportaje de Bhattacharjee se observa, siguiendo el estudio del etólogo Frans de Waal, que “Hoy día, algunos conductistas comienzan a convencerse de que ‘los procesos internos de muchos animales son tan complejos como los de los humanos’; señala de Waal. ‘La diferencia es que nosotros los expresamos a través del lenguaje; podemos hablar de nuestros sentimientos’.  Si esta nueva apreciación se acepta de manera generalizada podría llevar a una reconsideración total de cómo los humanos nos relacionamos con otras especies, cómo las tratamos. ‘Si reconoces que los animales tienen emociones, lo que incluye la conciencia de los insectos, entonces ellos adquieren relevancia moral,’ explica de Waal. ‘No son lo mismo que las piedras. Son seres sensibles’”. Sin duda las implicaciones morales son complejas, no sólo en un sentido de empatía o simpatía, sino que debiera alcanzarnos al menos en un nivel ético. Pero, por otro lado, también implica que nos cuestionemos si no es un error el querer ver que los animales piensan y sienten como nosotros, lo que de inmediato nos lleva a negarlo pues a todas luces eso no sucede así; hay que reconocer que lo hacen de formas diferentes y entendibles quizá sólo en términos de su propia concepción. Esto es que “humanizar” a nuestro perro tampoco está bien; hay que respetar su “perrunidad” que ya lleva implícita la racionalidad y la emotividad, pero a su manera. Como se ve, se trata de romper paradigmas.  

En segundo término, en la historia de occidente, que es la que ha privilegiado el pensamiento dominante, observamos numerosas atrocidades cometidas de unos seres humanos a otros simplemente porque no se piensa que el otro tenga esa condición: la de ser humano. La esclavitud, en esencia, ha tenido ese sentido pues los seres humanos hechos esclavos -en especial los africanos desde que la modernidad se instaló en el mundo-, son mercancías, son ganado, no son personas. Algo similar, aunque oculto detrás de leyes, juegos de palabras y procesos civilizatorios y de desarrollo, sucedió con nativos de América, Asia y Oceanía que todavía hoy viven en condiciones de una esclavitud soterrada por la misma modernidad. Y, por supuesto, también su expresión, sus costumbres, su pensamiento. Todavía hoy se escucha en universidades, en conversatorios, la idea de que los grupos americanos que vivieron las invasiones europeas debieran sentirse orgullosos de recibir las verdades y virtudes occidentales traídas por la hispanidad y nos instan a abrazar ese conocimiento, pues el producido por estos pueblos es medio humano o salvaje o, de plano, inhumano. En esencia, si yo no juzgo que alguien sea persona o una persona completa para mí, entonces lo estoy arrojando al mismo costal que a las demás especies animales. Si algo nos ha mostrado la historia es que la definición de ser humano es la de blanco (varón) europeo, industrial- tecnologizado, del hemisferio norte, cristiano (católico o cualquier otra religión derivada de ello). Todo lo demás, al igual que las otras especies, no es humano, no piensa, no tiene inteligencia y no siente. Por tanto, como he dicho, es necesario ya que ampliemos la mirada en Universidades y Centros de Investigación y produzcamos nuevos saberes incluyentes, que abran sus líneas a otras epistemologías, incluso las animales; que nos permitamos explorar el campo de la emotividad y la subjetividad; que dejemos ya de focalizar todo en ese pensamiento occidental-europeo-sapiens. Suena utópico, pero maravilloso.      

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