El pasado 17 de julio se cumple un años más de la partida de Don Salvador, paradójicamente nuestros muertos no tienen edad. Se quedan suspendidos como hojas ingrávidas que aparecen, de pronto, bailando entre una realidad que deseamos vivir y en la eternidad que representan los sueños.
Escribo como cada año un memorial para mi mentor, Salvador Rocha Díaz. Lo hago con cierto recelo, esperando no sonar manido.
Decía Jorge Luis Borges que, debemos entrar en la muerte como quien entra en una fiesta. Escribir una elegía para Salvador, siguiendo el consejo de Borges, resultaría inadecuado. La realidad es que la dignidad, el talente, la manera de entender y vivir de mi mentor inspirar para escribir con un júbilo camuflado de nostalgia.
Curiosamente, hace dos años me encontraba en Nueva York por estas mismas fechas. En ese entonces el mundo giraba más rápido en medio del caos y de una aparente seguridad que no percibíamos porque estábamos libres de portar una mascarilla y de guardar distancia.
El mundo actual no es el que abandonó Rocha Díaz. A él, como a todos, nos tocó vivir en la más imperceptible liviandad de “estar”.
Hay ciudades, como personas y circunstancias, que nos cortan el aliento. Hoy, por ejemplo, caminé las calles la gran manzana al lado de mi amado hijo Carlitos, y entonces esta ciudad cambió ante mis ojos. Se volvió menos aparatosa, menos entrópica.
Es cuando recuerdo con nostalgia al maestro que levó sus anclas y zarpó un día como hoy.
Me pregunto cómo es que un personaje alcanza la verdadera trascendencia. Para un ser humano es mucho más complejo permanecer en la memoria de los demás. Solo las cosas –los rascacielos, las obras que cuelgan de los muros de los museos– tienen un pase directo a la historia escrita.
Digo “Salvador Rocha” y me convenzo de que el destino de esa clase de hombres queda instalado –a su muerte– en la atemporalidad y la paz de los murmullos.
Estando en el así llamado “centro del mundo”, se me viene a la mente alguna que otra línea de uno de los hijos más desobedientes del imperio Yanqui: el escritor Henry Miller. De él tomo esta frase que ejemplifica a la perfección lo que quiero decir sobre la despedida temporal que significa la separación de alguien a quien quieres y admiras (en este caso mi maestro Salvador): “Qué son las despedidas sino saludos disfrazados de tristeza”.
Dueño de una personalidad vertical y profundamente arrolladora, el gran jurista que un día me acogió entre sus pupilos sigue yendo y viniendo, apareciendo y evaneciendo ante aquellos en los que dejó más que conocimientos sobre el derecho.
Los recuerdos, a veces, pueden sentirse como inmensos vacíos en los que se cae. En mi caso, pocas personas son a las que invoco en busca de consejo; sin embargo, como en una suerte de conspiración mística, hay momentos en los que veo a Rocha en todas partes.
Eso solo sucede cuando la ausencia es del mismo tamaño que la presencia. Cuando la muerte infame no se sale con la suya y se obra el milagro de que esas despedidas de la que hablaba Miller se conviertan en ausencias no dolorosas, más bien soleadas.
La gente muere, nuestros seres queridos se van solamente cuando, como el árbol, pierden sus hojas. O como en el caso del bohemio y el melómano que fue don Salvador, cuando se deja de escuchar la música que llevaban en su interior.
El escenario del derecho y la política de nuestro país quedó de una u otra manera manco al perder a Rocha Díaz. Lo sé porque en el devenir cotidiano del litigio solo sobreviven los que anteponen la ética ante los seductores cánticos del poder.
Rocha anduvo con sutileza y elegancia por esas sendas en las que tantos se pierden, en las que las mejores mentes llegan a pervertirse.
Toda despedida es -per se- un desprendimiento violento, sobre todo las despedidas físicas, que nos dejan llenos de dudas, caminando en espiral por la ruta de los “hubieras”. Sin embargo, hoy que me ha tocado caminar por Central Park, pienso que no hay nada más reconfortante y real que el presente. El hombre teme a la pérdida porque sufre la incertidumbre del futuro. Don Salvador no padecía de esos males: fue dueño de su libertad y esa libertad lo dotó de sabiduría.
Al hacer estos apuntes confirmo que el tiempo es un flujo que viaja en círculos. Estoy en el mismo lugar en donde escribí mi penúltima elegía a don Salvador, y curiosamente vine a aplicar muchas de las inconmensurables lecciones con las que nutrió mi profesión.
Larga vida a su memoria, que no tiene edad…