Sábado, abril 19, 2025

Resistencia y rebelión

Este semestre que culmina impartí un curso “Resistencia y Rebelión Indígena en México”, mismo que diseñé para ofertarlo como asignatura optativa en el programa de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la UAP. Lo hice para contribuir a la reflexión sobre la historia de nuestros pueblos originarios que vieron trastocados múltiples aspectos de su existencia a través de la invasión de los grupos llegados desde Europa que trajeron todo un nuevo sistema de pensamiento que impactó directamente en su cosmovisión. Por supuesto, como lo he señalado en otros espacios, citando al buen Federico Navarrete, hay que repensar qué tanto las diversas comunidades originarias participaron en las diversas conquistas que se sucedieron en tierras mesoamericanas -y americanas, en general- y también de forma activa en la colonización. Por supuesto que su presencia fue decisiva en la construcción de las nuevas realidades; no obstante, es pertinente decir que, a lo largo del periodo colonial, ni todos los grupos colaboraron o lo hicieron todo el tiempo; no rechazaron tajantemente los nuevos esquemas, pero tampoco los asumieron a pie juntillas, sino que los adaptaron a su propia concepción del universo. Y, en los momentos en que ya no estuvieron de acuerdo con lo establecido o vieron que los otros, españoles, criollos y mestizos no cumplieron con lo pactado -que fue más frecuente de lo que los hispanófilos más trasnochados quieren reconocer-, entonces se procedió a la resistencia y no en pocas ocasiones fue violenta. Por tanto, la idea de la “siesta colonial” no se sostiene. Quien quiera sumergirse en los diversos archivos que existen tanto en España como en México que dan cuenta del periodo colonial, se percatará de que el conflicto y la negociación fueron una tónica muy común; lo mismo la toma de las armas. Tal como lo menciona Mario Humberto Ruz en el artículo “La plegaria armada: nuevas religiosidades para un mundo nuevo” (2019), publicado en la Revista Española de Antropología Americana de la Universidad Complutense de Madrid: “Pero, habiendo compartido una obertura de sangre y violencia, los escenarios sociales se diversificaron a lo largo y ancho de la puesta en escena de la obra colonial. Así, es posible constatar desde la colaboración hasta el enfrentamiento, pasando por las fracturas étnicas, los reacomodos de los miembros de ciertas elites, el canalizar de la frustración y la rabia de los sacerdotes, o el estupor casi paralizante que experimentaron muchos miembros del común al verse cercenados de sus dioses, sus creencias y sus dirigentes. (…) Lo anterior, empero, no significa, por supuesto, que al desaparecer durante la conquista (militar e ideológica) los jefes militares o los guardianes del conocimien- to especializado, desapareciese la cultura maya. Asumir tal supuesto equivaldría a reducir a ésta a las expresiones de su élite y minimizar la vitalidad del pueblo, que, amén de poseer otras facetas de cultura y conocimientos, se reveló capaz de concebir diversos y variados tipos de respuesta”. Diversidad de escenarios, diversidad de respuestas y resistencias.

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Siguiendo lo anterior, quizá lo que más me ha fascinado de los movimientos de resistencia armada que he revisado -y he estudiado a detalle el de la rebelión de Cisteil, encabezada por Jacinto Canek en 1761-, ha sido la complejidad simbólica detrás de cada uno de ellos. Para su observación y análisis no sólo he recurrido a las herramientas de la historia, sino también he echado mano de la semiótica de la cultura, específicamente aquella teorizada por el ruso Yuri Lotman. Es mi parecer, después de varios años de trabajar con estos temas, que quien quiera adentrarse en la comprensión de estos movimientos sociales, debe penetrar en el pensamiento y la cosmovisión de los pueblos que los protagonizaron, incluido aquel que sostenía al orden colonial, es decir, el pensamiento europeo. Otra de las razones que tuve para diseñar e impartir este curso, fue el que las y los estudiantes puedan, a través de estudiar estos movimientos que se dan desde la marginalidad, comprender la propia. En efecto, en cierto sentido, todos en este país, en realidad, vivimos al margen del mundo en que la modernidad se inventa y en donde se dirige y se toman decisiones. Como lo he comentado hasta el cansancio, México, y para el caso, el resto de América, seguimos viviendo una realidad colonial, anclados en modelos de pensamiento europeos: teorías, procedimientos y metodologías científicas, empresariales y sociales, construidas en Europa y proyectadas al orbe como verdades universales que debemos seguir a rajatabla, sin chistar, so pena de quedar fuera -más todavía- del modelo. De una forma u otra, todos hemos sido adoctrinados en los modos de pensar y actuar occidentales, con todo su racismo, clasismo y machismo. Para corroborar lo anterior, basta echar un vistazo en nuestros grupos de guats que en las últimas semanas han estado pletóricos de mensajes racistas y clasistas motivados por las campañas, a favor o en contra de candidatos, candidatas y sus partidos -vistos como de alcurnia o como “nacos”; de igual manera, en pláticas de sobremesa, en conversaciones con vecinos, en  reuniones familiares, nunca falta quien aventure un “es una india igualada”, o “eres un indio” o “no tiene la culpa el indio, sino el que lo hizo compadre”. Frases de raigambre colonial que hablan más de quien las profiere, que de quien las recibe. Desde la Colonia, hasta nuestros días, nuestras comunidades han estado relacionadas con la idea de servidumbre y subordinación, por lo que tales frases o pensamientos afloran naturales. ¿Pero, no es acaso que nosotros los mexicanos somos vistos como eso a nivel mundial, como servidumbre o como subordinados?

Como ejemplo de lo anterior, he compartido algunos de los contenidos de la asignatura que comento en un curso que doy a adultos en otra institución y me ha llamado la atención que varios de ellos han justificado, sea a través de la religión, sea a través de un pensamiento claramente neoliberal -sin saberlo- la necesidad de jerarquías y que el sistema debe continuar, aun cuando ellos mismos sean lo sujetos explotados: lo saben y lo justifican y, por tanto, ven en estas rebeliones meros berrinches sin propósito. Otro grupo de ellos mira con maravilla a estos grupos indígenas, pero con una mezcla de sorpresa y de distancia. Sorpresa por no saber la enorme cantidad de movimientos que se gestaron en la historia de nuestro país; distancia frente a los pueblos originarios, pues los ven como algo lejano, que cae en el folklore, el exotismo o en la anécdota y, de esa manera, se desvinculan por completo de estos movimientos al no sentirse representados por ellos. Pero vuelvo al punto anterior: se les escapa que ellos mismos, a su manera, son marginales. Carmen Valverde, investigadora de la UNAM -desaparecida hace unos años- se especializó en la llamada Guerra de Castas de Yucatán. En un número especial de la Revista Arqueología Mexicana dedicado a las rebeliones indígenas en México, ella nos dice que “La Guerra de Castas está inscrita en la ‘larga duración’ [del pensamiento maya] y no puede verse como un conjunto de hechos aislados, únicos e irrepetibles, sino como una serie de movimientos que forman parte de todo un proceso de resistencia activa. Tomando en cuenta la concepción en torno al devenir, los levantamientos en que aparecen emblemas con cualidades divinas están insertos, así como los aspectos más importantes de la existencia, en uno de los ciclos de vida de la comunidad. Cuando éstos salen a la luz, ponen de manifiesto que la identidad y la memoria colectiva de un pueblo se mantienen vivas y reclaman su lugar en la historia”. En efecto, tal movimiento es ejemplar de lo que comento, pues se gesta a lo largo de muchos años y su surgimiento es multifactorial, no sólo por causas económicas, sino históricas y culturales. Pero también por las reacciones de intelectuales y de gente “de bien” de la época que vio en el levantamiento una manifestación de barbarie, retraso ante el progreso que pugnaban los grupos liberales y una “franca ingratitud” por parte de los pueblos mayas que no entendían que, al ser explotados por el sistema yucateco, estaban siendo “integrados” a la vida nacional como iguales. ¡Qué ingratos! (tuerce el autor los ojos hacia arriba) ¡Pamplinas! Es necesario que se discutan estos temas en la escuela y en la Universidad y no sólo como cursos optativos o de una carrera en específico, sino como asignaturas obligatorias que debieran programarse en ingenierías, administración, medicina y un largo etcétera, no sólo con el afán de informar a los estudiantes, sino con la intención de que volteen a ver a aquellas comunidades que han tenido que llegar en numerosas ocasiones a tomar las armas cansadas de tanta porquería que el mundo moderno les ha traído. Reconocerles, empero, implica también asumir los errores cometidos y aceptar que el modelo ha estado mal desde el principio; pero también colocar en su sitio a las y los promotores del modelo como lo que son: cínicos constructores de fortunas o porristas de millonarios que se regodean con las migajas que recogen de las mesas de los poderosos, cruel metáfora de la “gente bonita” que se cree al nivel porque vive en fraccionamientos cerrados, aislados de “esos” que están allá afuera. La historia de la resistencia y la rebelión indígena en México es hablar también de la historia del despojo a favor del progreso y del desarrollo, de la supremacía de los capitales frente a las personas y de lo “correcto” frente a lo “incorrecto”, de la “civilización” frente a la “barbarie”, entendidas ambas en términos siempre eurocentrados. Por eso la urgencia de seguir promoviendo estos cursos y estudios.

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