Gustavo Gudynas, economista uruguayo, recuerda que, en la década de 1980, el destacado intelectual brasileño Celso Furtado, señalaba que el desarrollo era un mito concentrado en “objetivos abstractos como son las inversiones, las exportaciones y el crecimiento”. Eran estos objetivos impuestos por las clases dominantes, porque eran los pilares del proceso de acumulación de capital, esto es, la reproducción del sistema de explotación y dominación.
Bien observados estos objetivos podemos decir que ninguno se refiere a las condiciones de bienestar de la población, la razón radica en que se trata de una visión economicista del desarrollo que rechaza a la economía como ciencia social.
En efecto, si la economía política nace en Inglaterra como disciplina social con Adam Smith (1723–1790) y David Ricardo (1772–1823), entre otros, que estudian la sociedad burguesa al tiempo de estructurar la economía política como ciencia social, una corriente derivada de la escuela clásica denominada escuela neoclásica, separan la economía de la política, para dejarla en teoría económica.
Para esta corriente, que rechaza la regulación estatal del mercado, la actividad económica debe quedar en manos de los empresarios y consumidores que participarán en un mercado de libre competencia, donde se fijará un precio de equilibrio que beneficia a todos, pues los capitalistas obtendrán la máxima ganancia y los consumidores comprarán un monto de bienes que satisfacen plenamente sus necesidades. En este esquema, al Estado corresponde mantenerse al margen y atender la satisfacción de las necesidades sociales.
De ahí que al hablar de desarrollo las clases dominantes han puesto el acento en el crecimiento económico, la inversión y las exportaciones, con el fin de asegurar la máxima ganancia y la reproducción del sistema. En estas circunstancias, el desarrollo se propone crecer para acumular y concentrar la riqueza en unas cuantas manos. En México, si bien en la era neoliberal el promedio de crecimiento apeas si rondó el 2 por ciento, socialmente se produjo una profunda brecha social y los pobres aumentaron sin pausa. Incluso el desarrollo se hizo un fetiche ya que su demanda la hacían los pueblos y las ganancias se concentraban en unos cuantos capitalistas.
Por eso conviene dar un nuevo sentido al desarrollo, empezando por considerar que el contenido de éste lo dan las fuerzas sociales que lo impulsan; luego, reconocer que no podemos, ni debemos, considerar que el camino seguido en su momento por las naciones industrializadas tiene que ser el nuestro, ni siquiera hay razón alguna para compartir su insustentable modo de producción y de consumo. En eso podemos diferenciarnos. Países como el nuestro deben encontrar su propio camino al desarrollo, camino determinado por nuestra cultura, historia, nuestra actitud ante la naturaleza y sus derechos, la decisión de participación de los diversos sectores sociales y la existencia de un gobierno capaz de escuchar y participar en la conducción del proceso, sin pretender monopolizarlo.
En México se están dando esas condiciones, que tal si Morena se decide a organizar a la población para las tareas colectivas que requiere una transformación de esta magnitud.