Quizá no exista tema tan complejo ni socialmente más debatido que este. Tampoco tan fácil de comprender. Es árido para los estudiosos e inaccesible para los profanos. Su manejo político suele estar más imbuido de ideología que de investigación científica. Decía Hans Kelsen -autor de Teoría pura del derecho- que “…las ideologías no aspiran propiamente a una profundización del conocimiento, sino a una determinación de la voluntad”; es decir, las ideologías no se proponen que la población conozca y sepa la razón de las cosas o los fenómenos sociales -papel que cumple la investigación y divulgación científica- sino orientar y determinar la voluntad de las personas a base de creencias. La más fuerte creencia que gira en derredor de la noción de Estado, es la propiciada por el manejo de una dualidad entre éste y el derecho, a la que los teóricos interesados en impulsarla (la doctrina tradicional del Estado) no pueden renunciar, precisamente, por que cumple una tarea ideológica fundamental: “El Estado tiene que ser representado como una persona distinta del derecho para que el derecho -producido por ese Estado, para luego someterse a él- luego pueda justificar al Estado. Y el derecho sólo puede justificar al Estado cuando es presupuesto como un orden esencialmente diferente del Estado, contrapuesto a la naturaleza originaria de éste: el poder, y de ahí, en algún sentido, como un orden correcto o justo”. A partir de esta dualidad, en la academia y en la legislación, en la política y en el foro, se sostiene que el Estado es una “persona jurídica” o, igual, una “persona moral”; conceptos que nos conducen indefectiblemente hacia terrenos teóricos del pensamiento jurídico casi, o absolutamente, inasequibles para el común de los mortales, las ficciones jurídicas.
Otra creencia común que contribuye a la dificultad del tema es la de suponer que el término Estado tiene un significado unívoco, atizando la confusión. Si las palabras más sencillas del vocabulario no poseen significado único, no hay razón para pensar que ésta deba tenerlo. Sólo la creencia es capaz de conservar esta posibilidad lingüística. El diccionario muestra la variedad de significados que adquiere la palabra cuando es escrita iniciando con mayúscula o minúscula. La definición que aparece señala: “Entidad política que preside los destinos colectivos de una sociedad y que ejerce, por esta razón, el poder legal”. Es la definición coloquial. La confusión puede iniciar aquí con definir al Estado con una de sus posibles acepciones sinónimas, entidad, usando como distintivo la expresión compuesta “entidad política” que, por sí misma, posee otras posibilidades significativas diferentes a la del concepto que se pretende definir. Al respecto, nuestro evocado autor dice: “Es usual caracterizar al Estado como una organización política. Pero así sólo se expresa que el Estado es un orden coactivo. Puesto que el elemento específicamente “político” de esa organización reside en la coacción ejercida de hombre a hombre, regulada por ese orden; en los actos coactivos que ese orden estatuye. (…) Como organización política, el Estado es un orden jurídico.” De aquí pueden sustraerse las perspectivas de enfoque que dan al concepto una variedad de sinónimos y posibilidades significativas.
Para la comprensión de este planteamiento teórico debe partirse de una premisa elemental: el mundo sólo está poblado por mujeres y hombres distribuidos en los distintos territorios del planeta. Las necesidades de sobrevivencia nos convierten en especie gregaria que requiere de darse una organización social, colectiva, cuyas características quedan determinadas por las particularidades del modo de producción de los bienes materiales necesarios para la existencia de los seres humanos y su distribución social que tenga cada grupo poblacional: “Para llegar a ser un Estado, el orden jurídico tiene que tener el carácter de una organización en el sentido estricto y específico de esa palabra, es decir: tiene que instaurar órganos que funcionen con división social del trabajo, para la producción y aplicación de las normas que lo constituyen; tiene que exhibir cierto grado de centralización.” Debe tenerse presente que el planteamiento así expuesto constituye una abstracción cuya realidad concreta sólo puede observarse y aprehenderse a través del estudio de la historia específica del surgimiento de cada uno de los Estados en el mundo que, coloquialmente, llamamos países. Acerca del origen del Estado, será siempre recomendable acudir a la clásica obra de Federico Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. En México, lo que hoy conocemos como Estado mexicano pasó por distintas facetas históricas de luchas violentas que nos dieron identidad como organización política, cuyos antecedentes fueron: la conquista española; luego, la proclamación de la Independencia respecto de la Corona en 1810; su consumación en 1821; y la erección como Estado independiente en el año 1824 con la promulgación de la, entonces, Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, el 4 de octubre. Así se formó, creó, y constituyó el Estado mexicano con el nombre de Estados Unidos Mexicanos. Esta es la “norma fundante” a la que se refiere Kelsen en su obra. Llegamos así al concepto que nos da el significado primario de qué es el Estado: “Un conocimiento del Estado libre de ideología y, por ende, liberado de toda metafísica y mística, no puede hacerse cargo de su esencia si no lo capta conceptualmente como una formación social, como un orden de la conducta humana…”. El Estado es, pues, “formación social”, “orden de la conducta humana”, “organización política”, “orden coactivo”, “orden jurídico”; es decir, el modo de organización de la vida grupal de los seres humanos para vivir como sociedad.
Es formación social por “formar” -en el doble sentido de ordenar y organizar- a un conglomerado poblacional dándole unidad e identidad frente a otros, estableciendo un orden de la conducta humana; es decir, elevándolo al carácter de una organización política basada en un orden coactivo -el elemento específicamente “político” de esa organización reside en la coacción ejercida de hombre a hombre- hasta el punto de convertirse en un orden jurídico; un orden imponible por la fuerza. Es en la instauración de los órganos del Estado donde, históricamente, han concurrido los poderes fácticos que emanan de la violencia, la riqueza, y el engaño, cuya mayor o menor centralización ha servido de base real de las formas de Estado y de gobierno conocidas. La división de la población en dos clases sociales básicas ha sido la formación social -esclavismo, feudalismo, capitalismo- impuesta para la producción de los satisfactores de subsistencia y como base de las relaciones sociales, donde el grado de “coacción ejercida de hombre a hombre” como elemento de la formación social basada en el sometimiento de unos hombres por otros, recibe el nombre de régimen político. La perenne contradicción entre sometimiento/liberación explica la afirmación de que “La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases”. El capitalismo contemporáneo, como formación social, sustituyó al feudalismo: “En su lugar se estableció la libre concurrencia, con una constitución social y política adecuada a ella y con la dominación económica y política de la clase burguesa”. La dominación política de la clase burguesa o, mejor dicho, de sus élites económicas, convirtió para su beneficio económico a los órganos del Estado: “El Gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa”. (Las tres citas previas provienen del Manifiesto del Partido Comunista, de Marx y Engels).
En su tiempo, y en otra latitud, V. I. Lenin concibió al Estado como “el aparato de opresión de una clase sobre otra” (El Estado y la revolución); aludiendo a la coacción violenta que los órganos del Estado desarrollan, conforme a las normas jurídicas, para mantener la formación social, la organización política, la división social y el orden jurídico que caracterizan al Estado capitalista. El Estado concebido como aparato que organiza la fuerza -la pública, de policías, jueces, y fuerzas armadas- constituye la segunda acepción del concepto en análisis. Y, una tercera, es a la que se llega por simple asociación de la estructura burocrática de los “órganos que funcionen con división social del trabajo” (las instituciones) con el Estado; es decir, el mecanismo de pensamiento que identifica la parte con el todo. Identificando estas tres posibilidades significativas del concepto, la sociedad estará en mejor posibilidad de comprensión de los discursos políticos que se emiten sobre el Estado, y podrá ubicar correctamente cuál de sus sentidos determina la descomposición social de la población. Sólo con democracia participativa real podrán modificarse la formación social, la organización política y el orden jurídico actual, o sea, modificar al Estado, para conseguir una convivencia humana respetuosa, pacífica y en armonía con la naturaleza.
Heroica Puebla de Zaragoza, a 28 de septiembre de 2021.
JOSÉ SAMUEL PORRAS RUGERIO