Martes, abril 23, 2024

Podrido

Recuerdo que hace muchos años, cuando era niño, escuchaba que tal o cual fruta era de temporada, así es que, había que esperar un tiempo para poder comerla o pagarla realmente cara cuando la encontrabas. Recuerdo también, si la memoria no me engaña, que apenas habré consumido un par de ocasiones la llamada “leche bronca” pues cerca de mi lugar de nacimiento – al sur de la Ciudad de México- hubo establos que desaparecieron muy pronto, por lo que, desde siempre tomé leche pasteurizada y comprada en el súper mercado -o de la Conasupo-. Ya para cuando era niño, allá por los años setenta, los productos industrializados se convertían en la constante. Pero, lo dicho: no había de todo ni en todo momento. Y tampoco existían tantos empaques de plástico; de hecho, muchos de los productos venían en envases reutilizables o se despachaban en papel encerado u otros materiales que no contaminaban. A su vez, tomábamos agua de la llave, consumíamos miel de abeja y el vino no sólo era difícil de conseguir, sino que era un producto de lujo. Hasta hace unos cuantos años, difícilmente me cuestionaba de dónde provenían los productos que consumía y qué se requería para que llegaran a las tiendas de auto servicio. Si me topaba con un Snickers era feliz; sin embargo, la pasaba muy bien con chocolates como las Vaquitas o los Jamoncillos, ambos de la marca Wongs (de chinos afincados en México) o con un Tootsie Roll o un Ko- Ri. Sin embargo, igual que con todo lo anterior, ni sabía de dónde venían el chocolate o el azúcar incluidos en los dulces que comía, ni me importaba realmente.

Afortunadamente con el tiempo y el acceso a más y más información ahora tengo mucha más consciencia y hay productos que no sólo ya no consumo, sino que abiertamente recomiendo no consumirlos. Por ejemplo, un documental que me hizo reflexionar bastante fue “Super Size Me” (2004) de Morgan Spurlock, pues, a la fuerza de realizar las tres comidas diarias en un McDonald’s, documenta el deterioro físico que conlleva semejante dieta, a la par que exhibe la chatarra con la que se elaboran esos productos. Ahora puedo presumir que no he pisado un McPerros en al menos 15 años. En este mismo sentido, tuve la oportunidad de ver recientemente una serie documental llamada “Rotten” -podrido- (2019) en la plataforma de Netflix. En ella, capítulo tras capítulo, nos percatamos de lo podrido que está el mundo producto del sistema de consumo desmedido que nos domina. No importa si se trata del excesivo consumo de productos naturales como la miel de abeja por simple moda, las alergias relacionadas con la enorme industria de los cacahuates y las nueces, o las vicisitudes detrás de la producción de pollo, pescado o leche, todo lo que hacemos y consumimos no sólo deja tras de sí una terrible huella ambiental, sino otras igualmente terribles: la corrupción, la explotación laboral, el secuestro y la muerte; también el crecimiento de auténticas “mafias” denominadas empresas transnacionales y la indolencia total de gobiernos, agencias internacionales y público en general.

Por ejemplo, todos esos gringos (y muchos mexicanos también) que ven el afamado Súper Bowl, consumen toneladas de aguacate en litros y litros de guacamole. Sin embargo, no se dan cuenta de los horrores que viven los productores del fruto, principalmente en nuestro país, en Michoacán. En el capítulo “La Guerra del Aguacate” se muestra las terribles condiciones que viven los agricultores de la región, no sólo ante el agreste mundo comercial, sino ante las bandas criminales que quieren beneficiarse del negocio millonario que ha llegado a significar la producción del fruto. Como reportó esta casa editorial en junio de 2019, tanto “…productores como exportadores de aguacate tienen que compartir el territorio con las actividades de diferentes grupos de la delincuencia organizada que se disputan tanto la producción, distribución y trasiego de drogas, como la extorsión y robo a diversas industrias de la entidad. Estas últimas se dedican a la producción de diversos alimentos básicos para la dieta de los mexicanos, a la minería y al traslado de mercancías”. Y en un desplegado, diversas organizaciones productoras argumentan que aparte “…de robos y secuestro de unidades con conductores, también tenemos que sortear el exponer nuestra integridad física y la inseguridad imperante en las carreteras que debemos transitar para llegar al destino con la fruta ya empacada”. De hecho, varios productores han sido secuestrados y han tenido que pagar cuantiosas sumas sin que las autoridades puedan o quieran hacer algo para impedirlo. Terrible situación sin duda.

A su vez, en el capítulo denominado “Chocolate Amargo”, observamos la disparidad entre lo que obtienen los productores de cacao, especialmente en África, y lo que ganan al final las grandes fábricas que producen chocolates en diferentes presentaciones; de igual manera, las condiciones de explotación en que más o menos sobreviven miles de trabajadores relacionados con la cosecha del cacao. Algo similar sucede con la industria azucarera, que se ve en el capítulo llamado “Negocio Dulce”, actividad muy redituable por siglos, pero que desde su origen y hasta nuestros días, tiene tras de sí explotación laboral en condiciones primero de esclavitud y ahora de esclavitud disfrazada, principalmente en América Latina y el Caribe; y, claro está, el enorme impacto ecológico que generan las grandes extensiones de cultivo de caña y de cacao. Y qué decir del negocio del agua embotellada que vemos en el capítulo llamado “Aguas Turbias” donde se muestran los embustes detrás del embotellamiento de agua y su venta a un público cada vez más asustado de lo que consume gracias a múltiples campañas publicitarias en contra del suministro de agua potable de las ciudades. Y eso que apenas abordaron la enorme contaminación producida por las botellas de plástico en el mundo.

Lo que nos dejan ver todos estos documentales, es la perversidad detrás del sistema económico en nuestro planeta, de la manera en que poco a poco va construyendo demandas inexistentes a partir de necesidades dudosamente reales y de cómo para conseguirlo, no importa si depreda ecosistemas completos o si mantiene en condiciones verdaderamente deplorables a los trabajadores, principalmente fuera de Estados Unidos y Europa. La rapacidad de empresas aparentemente “impolutas” llega al grado de aprovechar y fomentar la corrupción en sus países del “primer mundo” y de alimentar la corrupción de los países del “tercer mundo” de donde obtienen principalmente la materia prima para desarrollar sus mercancías. Ver estos documentales, es robarnos un poco de esa ingenuidad que tenemos cuando respaldamos el orden de las cosas, simplemente afirmando “así es como se tiene que comportar una empresa”. Por supuesto, también nos hace ver que, en recientes fechas, no importa el sello ideológico que tenga el grupo en el poder, su llegada al mismo responde a intereses de grupos, entre los que se encuentran también los empresariales. Es con demasiada frecuencia en estos días que vemos que gobiernos supuestamente de izquierda, terminan atascándose en obras y acciones públicas por sobre las necesidades de aquellos a los que dicen representar. Lo social al servicio del capital, vaya embuste. China en diversidad de rubros y mercados; Brasil en la época de Lula y de Dilma; México ahora con el Tren Maya y el silencio frente a varias atrocidades que se cometen día con día a nivel laboral so pretexto del Covid-19 (el grupo Salinas es un ejemplo). Ver esto nos hará preguntarnos si es que es necesario que tengamos todas estas mercancías por el banal y mercantil deseo de tenerlas, o debemos retroceder, reflexionar nuestra demanda y recuperar la diversidad que se obtenía con el concepto “de temporada”. Nuestra propia rapacidad queda en entredicho. Ojalá comprendamos.

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