Han pasado tres días desde la muerte de Carlos Payán y se han escrito muchos recuerdos sobre la vida de este hombre que dejó una profunda huella en nuestras vidas. Resalto los escritos de Blanche Petrich, su alumna y compañera de aventuras periodísticas, y la de Juan Cristián Ortega Stoupignan, un sobrino suyo que describe de manera magnífica las características de Payán y en particular la ternura y seguridad que transmitía. Para La Jornada de Oriente Carlos fue el crisol donde nos creamos, sin el que nuestra existencia hubiese sido imposible.
Recibí la noticia de su muerte en un momento en el que estaba muy presente para mí. Le acababa de entregar un ejemplar de la revista en la que reeditamos el reportaje que hicimos en 1989 llamado “Los volcanes y los hombres” a un protagonista del hecho, publicación que creo yo que fue la prueba con la que pasamos el riguroso y prolongado examen que nos hizo Payán para darnos el banderazo para arrancar La Jornada de Oriente. En ese momento leí el mensaje enviado por un amigo en el que me decía “Murió Carlos Payán” y adjuntaba la escueta primera nota de La Jornada para comunicar el lamentable suceso.
Contaba a quien entregué la revista que reproduce el reportaje publicado como Perfil de La Jornada el 23 de junio de 1989, el comportamiento de Payán al revisar página a página el texto que le había entregado en sus manos y las fotos de Everardo Rivera Flores. Clavado en las líneas, me preguntó: qué significa esto de “cabetes”; agujetas se les dicen también, respondí… Al terminar de revisarlo y ver todas las fotos, Carlos me dice: es un trabajo espléndido, viejo, y las fotos son magníficas. ¡Soco! –grita– ¡llama a Dolores, que venga enseguida! Se presentó Dolores Cordero, la editora de Cultura del periódico, y le pidió que formara de inmediato un Perfil para publicarlo enseguida. Como en el acervo de números atrasados del periódico se agotó en poco tiempo el ejemplar del 23 de junio, 11 años después pudimos hacer una reproducción del reportaje, añadiendo un texto de Julio Glockner sobre otros descubrimientos del culto al Popocatépetl que había hecho en Morelos, y un texto mío contextualizando los 11 años transcurridos desde que dimos a conocer al público urbano que al Popo le decían Gregorio o Gregorio el Chino, que Iztaccíhuatl era La Volcana y se llamaba Rosita, y que se hacían al menos cuatro ceremonias al año en cada uno de esos volcanes para pedirle agua y que no les cayera granizo o heladas.
Una madrugada de enero de 1990, luego de más de un año en que Susana Rappo y yo acudíamos cada lunes a las oficinas de Balderas 68 a reunirnos con Payán para que nos diera el “ya”, nos propuso hacer una revista semanal y aceptamos la propuesta. Le mentimos sobre que teníamos la publicidad asegurada. Él supo seguramente que le mentíamos, pero era demasiada presión de nuestra parte y demostraciones de capacidad como para que dijera que no. El 30 de mayo de 1990 publicamos el número cero de nuestro entonces semanario, con el título de “El Puebla ganó todo: la copa, la liga y la calle”. El 2 de junio presentamos al público poblano nuestra criatura y el 9, al de Tlaxcala.
Uno de los primeros meses de empezado el trabajo, en aquella oficina con mesa de madera, le cuento a Carlos que los periodistas de Puebla nos criticaban con el argumento de que nosotros, los que hacíamos La Jornada de Oriente, no éramos periodistas, a lo que respondió: esa es nuestra principal virtud. Hasta este día estoy orgulloso de ello.
Otro recuerdo de entre los muchos que me vienen a la mente es aquella vez que fue inaugurado el Museo Amparo y Payán me dijo que lo acompañara, porque presidencia de la República lo había invitado. Estando de pie viendo a Salinas de Gortari pasear por la exposición inaugural de aquel sitio, se le acerca a Payán el embajador de Estados Unidos y le dice: todas las mañanas tengo que tomar el amargo café de leer su periódico criticando a nuestro país, y Carlos, impávido, con un brazo en el pecho y el otro mesándose el espeso bigote, le responde: y nosotros tenemos que cenarnos cada noche la amargura de ver cómo ustedes masacran al pueblo iraquí. ¡Sopas!, dije yo, ¡este es mi jefe!
Cuando dejó la dirección del periódico a Carmen Lira –“para lo que tuve que estar nueve meses en psicoanálisis, y entender que La Jornada no era de mi propiedad exclusiva y que iba a funcionar sin mi”, otra lección de sabiduría que aprendí de él— nos hicimos más amigos que compañeros de lucha y trabajo. Viajamos juntos a varios lados, nos veíamos a menudo, y empezó a tratarme como un amigo íntimo, contándome sus aventuras con Carlos Fuentes o Fernando Benítez, a desnudar su pasión por todo lo humano. Me encantaba estar con él.
Carlos era un comunista íntegro, pero tenía cierta fascinación por los anarquistas, especialmente por Buenaventura Durruti, y eso nos unió aún más. Un día le presenté una entrada del libro que hice sobre Saavedra y me dio consejos invaluables de experimentado editor.
Luego lo extrañé cuando decidió aceptar la invitación para irse a Cataluña y allí no nos dejaron verlo.
Contaré una anécdota y pido su comprensión por no revelar nombres. No hace mucho, semanas, le telefoneó un personaje que ha sido desnudado completamente por el presidente López Obrador, no para ver cómo evolucionaba su enfermedad, sino a pedirle que intercediera con el mandatario para que aceptara una reunión con este grupo que medró ampliamente con el erario, desde Salinas hasta Peña. Por todo respuesta, Carlos Payán le respondió: eres un cínico. Lo mandó al carajo. ¡Peleando hasta el último aliento, ese fue Carlos Payán!
Celebremos la vida de Carlos Payán Velver, nuestro, maestro, amigo, camarada, compañero, cómplice, confidente, ejemplo. ¡94 años bien vividos!