Don Narciso Nava Martínez resplandece cuando habla del ferrocarril. No puede evitarlo si de los 90 años que recién cumplió, más de 40 años los pasó entre trenes, vías, estaciones, máquinas, pasajeros y amistades férreas, “matando” incluso una locomotora de vapor, frase utilizada cuando se apaga, de manera definitiva, una de estas máquinas que marcaron la historia ferrocarrilera de México.
El próximo sábado 9 de noviembre a las 13 horas, don Narciso Nava será homenajeado en el que ha sido su casa desde que se jubiló, hace casi unos 30 años: el Museo Nacional de los Ferrocarriles Mexicanos (MNFM), recinto en el que ha participado activamente en varios proyectos educativos, de divulgación y amor por el ferrocarril, así como por quienes lo impulsaron.
Durante una entrevista, siempre sonriente, don Narciso Nava va hilando una historia de vida que ha sido gratamente larga, que comenzó en la Ciudad de México el 29 de octubre de 1934, urbe de la que emigró con su familia para ser registrado, a los tres años de edad, en Puebla. “Mi interés ha sido Puebla”, afirma acompañado por su hijo Julio César Nava y por Rosa María Licea Garibay, subdirectora de Servicios educativos del MNFM.
El llamado “maquinista de camino” trabajó 42 años en el ferrocarril: 10 años como similar, 10 años más como fogonero y 23 años como maquinista, tarea de gran envergadura y responsabilidad en este arduo y preciso oficio.
Proveniente de una familia ferrocarrilera, con su bisabuelo que era peón de vía y su abuelo, primer maquinista mexicano que se impuso sobre sus pares estadunidenses, don Narciso Nava supo que el ferrocarril sería el medio de su vida. Ello, porque tras formarse en la Academia militarizada Ignacio Zaragoza, cursó un año de la carrera de Comercio, no obstante, siempre estuvo convencido de su amor por este medio de transporte.
“Entré en 1951 y salí jubilado hasta que comenzaron a quitar los grandes trenes”, señala al recordar que, en 1996, por decreto presidencial, fue privatizada la empresa Ferrocarriles Nacionales de México, decisión que terminó el servicio de transporte para pasajeros y años después, hacia 2001, su desaparición.
Dice que, si bien su camino inició en 1950, a los 16 años de edad, fue un año después cuando se hizo trabajador del ferrocarril siendo fogonero, maquinista de patio y luego, por examen ante seis sinodales, maquinista de camino. A partir de ahí, sin dejar de sonreír, recuerda que ha cosechado miles de anécdotas e historias. Una de ellas, de gran impacto, sucedió cuando fue el maquinista encargado de llevar a las Damas voluntarias del sindicato ferrocarrilero que repartieron útiles y materiales a escuelas, en un periplo que duró 15 días yendo de Ciudad de México a Veracruz.
“Casi al último tuve la felicidad de pasear al príncipe de Gales, a Carlos III, cuando lo paseé en la estación de Veracruz”, recuerda en torno a los 100 años de modernización del puerto de Veracruz. Destaca que dicha máquina forma parte del patrimonio que resguarda el propio MNFM y de la que él mismo hizo en una réplica en miniatura, una de sus pasiones. Otro “tren especial”, señala don Narciso, fue la máquina de vapor que manejó por cuatro años en la ciudad de Cuautla, Morelos. “Fue la primera máquina que dejé a cargo de un museo”, precisa.
Tampoco pasa de largo cuando en Oriental “subió otra máquina”: la 143OM en su pedestal, acción que significa “matar” a la máquina, es decir, marcar el término de la vida de una locomotora de vapor y en este caso de la historia de las locomotoras de vapor de vía angosta en México.
Don Narciso no olvida cuando en Oriental “subió otra máquina”: la 143OM en su pedestal, acción que significa “matar” a la máquina, es decir, marcar el término de la vida de una locomotora de vapor y en este caso de la historia de las locomotoras de vapor de vía angosta en México.
“Cuando mi papá la apagó se podría decir que históricamente se acabó la época del vapor, y eso es algo bien importante para la historia del país. Después de subir esa máquina, mi papá había llegado de un viaje normal, con trenes de pasajeros, la subió a un pedestal, como encargado de apagarla y matar la máquina. Él mató la máquina y se acabó la era del ferrocarril de vapor en México”, señala Julio César Nava.
En su relato están también las antiguas estaciones de Puebla: la Casa Redonda, taller ferrocarrilero ubicado entre la 4 a 6 Poniente, sobre la 11 Norte, donde ahora está el llamado Mercado de Sabores, a donde entró de similar “a cargar lo que necesitaba una máquina para salir a caminar”; la Estación Nueva, ubicada en la 80 Poniente y la 9 Norte donde manejó trenes de carga; y por supuesto en la Estación del Ferrocarril Mexicano, actual sede del MNFM, donde llegó a manejar la máquina 2203.
“El maquinista es la cabeza de un tren. Es el que va a jalar y a detener las máquinas en las estaciones y las cargas donde se descarguen”, afirma sonriente, al recordar su oficio vestido con un amplio overol de mezclilla azul, con su característico paliacate rojo y su gorra de ingeniero de tren, con el que incluso llega, año con año, al concierto Sinfonía Vapor que organiza el MNFM.
Con reloj en mano, una copia de su antiguo H. Steele que era revisado cada cuatro meses para tener la hora correcta, recuerda que “el reloj era el que llevaba no nada más la vida del maquinista, sino la vida del fogonero, de los tres garroteros y del conductor, aparte de todo el pasaje”.
Orgulloso, don Narciso Nava refiere que, gracias al ferrocarril, pudo sostener a su familia: a su esposa, doña Guadalupe Hernández Campos, con quien tuvo un noviazgo de seis años y con quien convivió durante siete décadas, fallecida apenas en junio de este año. Con ella procreó a siete hijos: Narciso, Julio César, Dulce María del Rocío, Gloria Aura, Adriana, Guadalupe Angélica y Claudia Linda, de quienes se siente profundamente orgulloso. En suma, para el maquinista el desarrollarse en los ferrocarriles tuvo un propósito claro: “el brindar un buen servicio, el cumplir exactamente” con horario y tiempo, con seguridad y con una pasión evidente como ha sido su caso.
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