En una entrega anterior reflexioné sobre la colonialidad del Museo Nacional de Antropología y su contribución al desarrollo de una idea–mundo, eurocentrada en donde nuestros pueblos originarios son una huella del pasado, uno glorioso, pero donde no están ellos en realidad, sino sus vestigios y expresiones y una idea nacionalista de nuestro pasado. Justo es reconocer que, en buena medida, gracias a ese museo, me intereso por nuestro pasado y las personas que lo habitaron, en especial los pueblos originarios y, más específicamente, los pueblos mayas. Pero de la misma manera, mis lecturas e investigaciones, mis contactos y viajes, me han llevado a cuestionar instituciones como ese museo e, incluso, la idea misma de museo. Rolando Vázquez en “El Museo, Decolonialidad y el Fin de la Contemporaneidad”, ensayo publicado en Otros Logos, revista de estudios críticos del Centro de Estudios y Actualización en Pensamiento Político, Decolonialidad e Interculturalidad de la Universidad Nacional del Comahue, en Argentina, afirma que el “Museo, al igual que la Universidad, ha sido una de las instituciones centrales de la modernidad” y, como tal, ambas instituciones se han encargado de manufacturar la idea del yo civilizado, estudioso, observador frente al otro, folclórico, estudiado, observable, por supuesto, en alusión a las disciplinas observadas en ese lugar, es decir, la Historia, la Antropología, la Arqueología. “La formación de colecciones -continúa Vázquez-, narrativas y públicos son procesos co-implicados de configuración de archivos culturales, visiones globales y formación de sujetos. Necesitamos cuestionar hasta qué punto las formas intersectoriales de opresión y privilegio han encontrado en el museo un espacio fértil para su reproducción”. Y, considero que sí, en respuesta a su pregunta. El sujeto ideal normativo, premisa de su propuesta, es aquel que pone distancia frente a los “otros” que no lo son, no sólo como integrante de una Nación, sino como especie y como creador; se posiciona desde la verticalidad y dicta contenidos, establece museografías, escribe cédulas -con demasiada frecuencia en lenguas no indígenas- y cataloga colecciones. Por tanto, a través de los museos observamos historias y realidades y las asumimos como verdaderas. El museo, por tanto, es una herramienta fundamental de divulgación del conocimiento, sí; pero también, con pesar lo digo, de adoctrinamiento ideológico.
Estas reflexiones parten en esta ocasión, no desde esta institucionalidad, sino desde la periferia, aquella a la que han sido relegadas nuestras comunidades. Recientemente, en la Jornada Maya, se publicaron dos reportajes: uno sobre Los museos comunitarios en Yucatán y otro sobre el Museo Comunitario de X-Peten Aak’, en Yaxché, también en el estado peninsular. Según el primero, conocer “la interpretación del patrimonio que cada una de las comunidades posee es posible a través de los museos comunitarios, espacios donde se exhiben las historias que los pobladores quieren contar y que eligen para compartir con el mundo. (…) De acuerdo con María Elisa Chavarrea Chim, jefa del Departamento de Patrimonio y Museos Comunitarios de la Sedeculta, este tipo de recintos son iniciativas que parten desde la propia comunidad porque muestran los temas que sus habitantes quieren transmitir. (…) ‘Muchos de ellos han elegido temas dependiendo de lo que la comunidad ha propuesto y de lo que ellos quieren exhibir, de lo que ellos quieren transmitir, es la historia que queremos contar, que se quiere narrar de la propia comunidad’”. Como se ve, se trata de que la comunidad elija qué es lo que considera importante, aquello que represente su identidad y que aprecian conveniente compartir a los visitantes. La idea es, como queda expuesta en el Boletín 19 de la Red de Museos Comunitarios de América, que da cuenta de las discusiones y acuerdos a los que llegaron en una reunión realizada en 2019, que “los museos comunitarios son proyectos de resistencia de nuestros pueblos y rechazan la imposición y visión del estado” (…) “reconociendo la profundidad de los saberes comunitarios ancestrales y en contraparte en un cuadro comparativo a las técnicas modernas que existen en la actualidad las cuales se contraponen a los valores ancestrales”. Se trata, en efecto, de que las comunidades asumen como propias la designación y catalogación de su patrimonio y, de la misma manera, su divulgación. Quizá lo hacen desde esa institución modernizadora que hemos descrito líneas arriba, pero atendiendo a sus propias realidades, desde lo local, desde lo comunitario. Como consta en el reportaje sobre el Museo Comunitario de X-Petén Aak’, ese “espacio surgió tras la organización de su comunidad para donar el terreno, su construcción y objetos para enriquecer su colección, como elementos prehispánicos, utensilios de cocina, curiosidades geológicas, artesanías, platos ceremoniales y herramientas de cacería, entre otros”. A su vez, se expone el patrimonio botánico y cultural de la región, así como, a través de eventos y talleres, se comparte el saber ancestral de la población. Algo similar sucede en los otros museos comunitarios del Estado de Yucatán que, según el otro reportaje, son 13. Claro, esos son los espacios registrados ante el padrón del Estado, sin embargo, considero que podrían existir muchos otros más. Algo mismo sucede en todo el país. De hecho, recuerdo que en una visita que realicé a San Cristóbal de las Casas, Chiapas, hace varios años, tuve la oportunidad de visitar el Museo de la Medicina Maya donde no sólo observamos una muestra de la medicina de ciertas comunidades tzotziles y tzeltales sino de las prácticas culturales relacionadas con ellas. Me sorprendieron gratamente dos aspectos. El primero, el orgullo y la seriedad con la que se presenta la información. La museografía no sólo era interesante, sino imaginativa e ilustrativa de las comunidades. Por otro lado, es destacable la presencia de un espacio donde se denuncia el robo cultural del que han sido objeto las comunidades por parte de universidades y laboratorios, tanto nacionales como extranjeros, que han patentado ingredientes, procesos y saberes sin siquiera reconocer o beneficiar a las comunidades. Tal práctica tiende hondo sus raíces en la práctica y el pensamiento occidentales desde el siglo XVIII y continúa el día de hoy, no sólo en América, sino en todo el mundo.
Es posible que buena parte de la Academia y de los encargados de la protección, difusión y divulgación del patrimonio de la Nación, juzguen triviales las colecciones e insuficientes la museografía y la información. Es como cuando desde la academia se critica la labor de los cronistas de los pueblos al decir que no son “historiadores de formación”, que su conocimiento no está desarrollado con las herramientas “correctas”. ¿En verdad eso importa? ¿No que el conocimiento es un valor en sí mismo? ¿O es que el único conocimiento es el producido y sancionado por las academias? Como bien dice Vázquez, estamos “entrando en un momento en el que debemos dejar de concentrarnos en sostener el monopolio de la enunciación y de reclamar lo radicalmente nuevo; debemos comenzar a escuchar aquello que ha sido silenciado por la colonialidad, por nuestro archivo cultural, por nuestras narrativas y por nuestro privilegio. Debemos cuestionarnos de qué manera podemos escuchar aquello que ha sido silenciado, invisibilizado, considerado irrelevante por nuestras propias narrativas”. Una estupenda manera es reconocer los esfuerzos que realizan las comunidades por conocer, atender y divulgar su patrimonio y sus saberes, tal y como ellos lo juzguen conveniente. A su vez, bien valdría la pena conocer su parecer sobre lo que encontramos en los museos institucionales, es decir, consultarlos sobre lo que ahí se exhibe. Por ejemplo, en esa visita que realicé al Museo Nacional de Antropología noté que en la sala correspondiente a las culturas del Golfo existía un gran falo de piedra que, según decía la cédula, perteneció a una comunidad del Estado de Veracruz que hasta no hace muchos años seguía siendo utilizado en diversas ceremonias de fertilidad. ¿Y qué hace en ese museo? ¿La comunidad decidió desecharlo? ¿No estaría mejor en el lugar, no sólo teniendo esa utilidad como objeto ritual, sino como parte de la identidad de la comunidad? ¿Acaso los antropólogos o arqueólogos que lo llevaron al museo consideraron su relevancia para la comunidad? En fin, preguntas que no tienen respuesta pues parece que tal pieza está mejor como una más de una colección que quizá tenga poca o nula relevancia en el enorme concierto de ese recinto, pero que en la comunidad quizá significaba identidad, veneración, equilibrio y muchas cosas que en realidad no sabremos nunca. Pero qué importa, mientras la misión científica y civilizatoria del museo se lleve a cabo en beneficio de la Nación, todo es justificable. Celebro en verdad la iniciativa de las comunidades por construir y conservar estos recintos; sólo espero que la rapacidad de las empresas dedicadas al turismo, aprovechando ahora el Tren Maya y todo lo que trae aparejado, no los engulla y los transforme irremediablemente. El tiempo dirá.