Lunes, octubre 7, 2024

Museo Nacional de Antropología

Destacamos

Por fin, después de años de oportunidades fallidas, pude visitar de nuevo el Museo Nacional de Antropología. Por supuesto, al ser docente vinculado a la enseñanza de la historia previa a la llegada de los europeos a nuestro territorio, resulta un recinto obligado que me dotaría de elementos fundamentales para mi trabajo. Claro está que he visitado en ocasiones anteriores el Museo, no sé cuántas veces desde que tengo memoria, pero tenía mucho que no lo hacía, al menos no la exposición permanente; es decir, había visitado el recinto pero para observar exposiciones temporales. No obstante, necesitaba darle una nueva visita con la intención de reforzar algunas ideas, verificar su actualidad y obtener imágenes que me pudieran servir para la asignatura que imparto; a su vez, pues necesitaba verificar si experimentaría la misma fascinación que me ha invadido cada vez que he entrado a sus salas, si se me “enchinaba” el cuero, como me comentó una amiga le sucede cuando va. Por último, derivado de diversos cuestionamientos que me vengo haciendo a raíz de lecturas recientes que denuncian el pensamiento colonial en el que vivimos de los que los museos se muestran como una expresión más, quería verificar de primera mano la relación que establece este recinto con sus visitantes y con los pueblos originarios a los que dice rendir homenaje. He de decir que sí, se me sigue enchinando el cuero y que mi fascinación sobre las culturas de la antigüedad y las actuales continúa, potenciado por mis más recientes pesquisas. Y es justo reconocer que el trabajo de recreación de edificios y monumentos mayas, teotihuacanos, olmecas, de Paquimé y de las pinturas rupestres de Baja California, entre otros aspectos museísticos, son de destacar. Por ello, mis más sinceras felicitaciones. Empero, por lo mismo que he dicho, también observé otros aspectos que debo exponer en este espacio y que nos deben llevar a la reflexión.

Según la página del museo, “La sede actual del Museo Nacional de Antropología fue inaugurada el 17 de septiembre de 1964, y por más de cinco décadas, ha cumplido con la misión de investigar, conservar, exhibir y difundir las colecciones arqueológicas y etnográficas más importantes del país. (…) Desde su concepción, este ícono de la arquitectura urbana del siglo XX, fue ideado para ser, más que un repositorio, un espacio de reflexión sobre la rica herencia indígena de nuestra nación multicultural. Sus 22 salas y sus más de 45 mil metros cuadrados de construcción lo convierten en el museo más grande de México y en uno de los más destacados del mundo”. Enfatizo, más que el tamaño, su arquitectura y la importancia de las colecciones ahí expuestas -que lo son, eso no lo pongo en duda- la idea de que sea un espacio de “reflexión sobre la herencia indígena de nuestra nación multicultrual”. ¿En verdad lo es? Es decir, ¿lleva a la reflexión no sólo de la herencia cultural sino de la realidad de las comunidades originarias de nuestro país, su devenir histórico y su destino actual?, o simplemente es un recinto que marca la línea entre aquello que fueron antes de la llegada de los europeos y lo que son el día de hoy, que marca la diferencia entre el “ellos” y el “nosotros” y nos lleva a tener una especie de satisfacción nacionalista por encima del entendimiento de la realidad de estos pueblos y de la nuestra, de paso. Como afirma el sociólogo Rolando Vázquez  en “El Museo, Decolonialidad y el Fin de la Contemporaneidad” ensayo publicado en Otros Logos, revista de estudios críticos del Centro de Estudios y Actualización en Pensamiento Político, Decolonialidad e Interculturalidad de la Universidad Nacional del Comahue, en Argentina, el “museo ha representado la diferencia colonial antropocéntrica, ha configurado el “yo” normativo y ha negado la alteridad a través de la exclusión y/o la exhibición de la misma. Además, ha sido instrumental en la afirmación, producción y difusión de la epistemología occidental; en la construcción de formas de conocimiento y de representación que configuran subjetividades normativas. Su colonialidad se manifiesta en la negación que conlleva la apropiación, exhibición y desplazamiento de los mundos-de-vida de otras personas, de animales y de la Tierra, transformados todos ellos en ‘alteridad’”. En efecto, este museo, junto con otros más a la fuerza de exponer una “generalidad” de expresiones de un pasado remoto o, en todo caso, del más reciente en función de etnografías, alecciona y delinea el parecer que debemos tener frente a lo que Natividad Gutiérrez Chong ha denominado la diferencia entre el indio muerto y el vivo, entre el indio prehispánico y el actual, el que habita en nuestro territorio, que tiene lengua, costumbres y cultura en general y que lidia con un presente cada vez más agreste. Pregúntese quien haya visitado este museo si, al estar frente a la Piedra del Sol, más allá de tomarse la “selfie” de cajón, ha reflexionado sobre las implicaciones histórico- políticas y sociales que encarna esa pieza, no sólo en función de su presente sino en el nuestro. ¿O sólo ha implicado la visita a ese museo una más en la colección de cosas que ver y hacer en México -si se viene de otro país- y en la Ciudad de México?

Continuando con Vázquez, vemos que “La modernidad del museo, como movimiento de afirmación y normatividad, se refiere a la manera en la que éste ha sido uno de los mecanismos para la formación del sujeto ideal normativo: Ciudadano (Museo de Historia Nacional), Humano (Museo de Historia Natural), blanco (Museo Etnográfico), “yo” moderno y contemporáneo (Museo de Arte y Arte Contemporáneo)”. Tales distinciones, según el autor, vienen en combinación, es decir, no necesariamente se separan en función del museo del que se trate, sino que también pueden estar interconectadas, es decir, por ejemplo, que veamos que el denominado “arte” de los olmecas, por ejemplo, guarda una distancia necesaria con el de los escultores decimonónicos educados bajo los cánones de las academias occidentales y, se pudiera interpretar como un “arte” menor o en un estadio evolutivo inferior. Abundan ejemplos como estos que he leído en comentarios en redes sociales o de “sesudos” académicos en espacios de difusión.

Pero entonces, la pregunta necesaria que me surge después de estas reflexiones es: ¿nuestro Museo Nacional de Antropología tiene estas características coloniales, de formación del sujeto ideal normativo? Y la respuesta es un rotundo sí, nos guste o no. De acuerdo con la página del Museo, éste “rinde un homenaje a los pueblos indígenas del México de hoy a través de un nutrido acervo que rescata los usos, representaciones, expresiones, conocimientos y tradiciones que son patrimonio intangible de la nación y legado que pertenece a toda la humanidad”. Y, sin embargo, no encuentro una sola cédula en la zona prehispánica del museo en alguna de las lenguas originarias que se hablan en el país, están en español e inglés. Sé que se podrá argumentar que son muchas y museísticamente eso sería imposible. Bueno, entonces debería afirmarse que no necesariamente el homenaje va dirigido a las comunidades, auténticas herederas de ese patrimonio, sino a los mexicanos, a su nacionalismo y al Estado que ha desarrollado dicha línea de pensamiento que se ha ubicado necesariamente en la “monohistoria”, aspecto del que hablé en mi columna de la semana pasada. Sí, es importante decir que por sus salas han desfilado millones de personas y que muchas de ellas han sido seguramente impactadas por la abrumadora cantidad de civilizaciones que han habitado nuestro territorio desde la antigüedad y las magníficas obras del acervo del museo. Es posible que para muchas y muchos de ellos -extranjeros y mexicanos- sea la primera y única forma de acercarse a conocer, aunque sea en un paseo dominical de unas cuantas horas, la riqueza de la expresión, historia y presencia de estos pueblos y, por ello, al menos, considero que el museo tiene un cierto sentido. Hay que decir también que destaco el enorme esfuerzo que ha significado tener un museo como este, con el acervo que guarda y con la narrativa en su interior. Sintetizar todos los siglos de nuestro pasado en unas cuantas salas es difícil y lo han logrado; empero, hay que decirlo, se corre el riesgo de abrumar, embotar y bloquear a los visitantes, como tantos que he visto que recorren los pasillos sin ver y con ganas de salir corriendo para disfrutar las otras cosas que ofrece la Ciudad de México. Nota importante es que hay varios espacios que están actualizados con algunos hallazgos recientes, como el área dedicada al poblamiento de América, que da cuenta de lo encontrado en Pedra Furada en Brasil que data sus hallazgos en 30 mil años antes de nuestra era. He hablado del particular en la columna Memoria Colonizada y otra sobre Chiribiquete y Naledi.

Considero también que debemos caminar a lo que Vázquez denomina “la crítica decolonial del tiempo” que busca torpedear la idea de la normatividad de la contemporaneidad que construye como norma la idea de la modernidad/posmodernidad como algo encerrado en la cronología moderna que nos condena necesariamente a concebir un antes y un después lo que conlleva que el antes ha de estar en un museo y el después hay que vivirlo y así, en un ciclo eterno, sin darnos cuenta que el pasado también se encuentra en el presente y en el futuro, esencia del pensamiento de muchas comunidades de lo que se ha denominado en el sur del continente Abya Yala y que, en nuestras latitudes, estaría vinculado al pensamiento de las comunidades originarias. Esto implica reconocer que existen otras maneras de relacionarse con el pasado, de historiarlo y comprenderlo; también que es necesario establecer nuevas relaciones con las culturas que han producido tales acervos. ¿Podremos hacerlo?

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