Miércoles, abril 23, 2025

Muerte, cultura y civilización

En una por demás interesante nota publicada el 6 de junio de este 2023 en el portal de la revista National Geographic se habla de nuevos hallazgos en donde hace ocho años, el paleontólogo Lee Berger encontró restos de un homínido desconocido hasta el momento. En el sistema de cuevas Rising Star, cerca de la ciudad de Johannesburgo en Sudáfrica, Berger encontró los restos de una especie que llamó más adelante Homo naledi y que habría vivido “hace 335 000 y 241 000 años, un periodo en el que los humanos modernos apenas empezaban a emerger en África”, como se afirma en la nota. El hallazgo, importante en sí, está arrojando nuevos resultados recientemente. Como afirma la nota, el Homo naledi “podría haber enterrado deliberadamente a sus muertos y tallado símbolos significativos en las profundidades de una cueva sudafricana: comportamientos avanzados que generalmente se consideran exclusivos de los neandertales y los Homo sapiens modernos. De confirmarse, los enterramientos serían los más antiguos conocidos hasta la fecha, con una diferencia de al menos 100 000 años. (…) El equipo de Berger ya planteó la posibilidad de enterramientos intencionados en 2015, cuando anunció por primera vez el descubrimiento del Homo naledi. Esa parecía la explicación más plausible para explicar cómo más de 1800 fragmentos óseos acabaron en las profundidades de una cámara subterránea a la que solo se podía acceder mediante una caída vertical de cuatro pisos a través de una ranura de 20 centímetros de ancho (la longitud de un lápiz) que bautizaron como la Chute [tolva o tobogán en inglés]. (…) Además, la posición y la integridad de algunos restos óseos sugerían que los muertos podían haber sido depositados cuidadosamente en el suelo de la cámara, en lugar de haber sido arrojados por la Chute para formar un amasijo de huesos en su base”.  Vale decir en este momento, que el Homo naledi es un homínido de talla pequeña y cerebro tres veces más pequeño que el de su primo lejano, el Homo sapiens, es decir, nosotros. Imagino que las y los más agudos lectores de esta columna estarán captando la peculiaridad de este hallazgo y sus sorprendentes implicaciones. Pero, si todavía no lo intuyen, ahora mismo lo aclararé.

Primero que nada, las implicaciones culturales y sociales que conllevan este hallazgo son enormes. Fuera de los sapiens y recientemente se acepta, más o menos como escribí en otra columna, con los neandertales (Arte y estética neandertal), no se concebía que otras especies de homínidos tuvieran este tipo de comportamientos, es decir, que observaran costumbres funerarias. En un pensamiento racional- evolucionista, las especies anteriores a los sapiens, son meros pasos evolutivos, física y psicológicamente inferiores. Por tanto, habrían sido incapaces de disponer de sus muertos de alguna forma organizada y mucho menos que implicaran una sistematización religiosa anclada, claro está, en una racionalidad fundamental. Pero ¿podemos hablar de racionalidad cuando hablamos de lo religioso? Por supuesto que sí. Alfredo López Austin, en su texto “De la racionalidad, de la vida y de la muerte” publicado en el libro “El cuerpo humano y su tratamiento mortuorio”, coordinado por Elsa Malvido, Grégory Pereira y Vera Tiesler y editado por el Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, el CONACULTA y el INAH, al analizar las implicaciones racionales detrás de la vida y la muerte en la cosmovisión mesoamericana, afirma que la “separación entre los pensamientos religioso y racional se profundiza cuando los teóricos se refieren a las religiones ‘primitivas’ o, al menos, a las no consideradas, en términos weberianos, como ‘religiones mundiales’ — confucianismo, hinduismo, budismo, cristianismo, islamismo y judaismo—. Ya son clásicos —para dar un solo ejemplo entre las propuestas de los tratadistas más distinguidos— los razonamientos de Mary Douglas cuando, al tratar de distinguir entre el pensamiento ‘primitivo’ y el pensamiento moderno, niega que concepciones propias del primero, como las de destino, mana, brujería o magia, tengan un orden sistemático. Y les niega este carácter diciendo que no están sometidas a la reflexión de sus creyentes y que no existe un empeño por parte de éstos para lograr una coherencia intelectual. Douglas llega a afirmar que ‘El antropólogo que traza el sistema social total del cosmos que está implicado en estas prácticas ejerce gran violencia sobre la cultura primitiva si presenta la cosmología como una filosofía sistemática a la que suscriben conscientemente los individuos’”. Lo anterior implica que tales culturas “primitivas” no tendrían una reflexión de los creyentes y mucho menos una participación en la elaboración de las creencias. Los creyentes simplemente asistirían a los ritos sin comprenderlos. Si eso afirmaron investigadores como Mary Douglas sobre culturas como las mesoamericanas, imaginemos lo que dirían de los naledi y sus aparentes costumbres funerarias. Por supuesto que no existirían. Para López Austin “La racionalidad es el producto de las reflexiones nacidas de las continuas relaciones de los seres humanos con su entorno, de la comunicación social —principalmente la de carácter verbal— que es vehículo de tales reflexiones y de una prolongada acumulación de experiencias que se van decantando en principios a los que se otorga valor universal”. Por supuesto, el afamado historiador está refiriéndose a las culturas mesoamericanas, pero permítaseme el atrevimiento de otorgarle a estos homínidos y su comprotamiento las mismas capacidades que las de los sapiens, pero en su espacio y su tiempo. Es decir, como se lee en esta cita, es necesario un nivel avanzado de racionalidad para estructurar sistemas culturales relacionados con la muerte del prójimo y para el desarrollo de símbolos que quedaran plasmados en las paredes del lugar elegido para tales rituales. Después de todo, como afirma López Austin, la “construcción de los macrosistemas no requiere necesariamente reflexiones formales y sistemáticas de los creyentes o de la conciencia de éstos para alcanzar un alto nivel de coherencia, pese a que el ejercicio consciente y reflexivo de los sabios puede depurar sus componentes. Tampoco es necesaria la existencia de una elite intelectual que intente la comprensión global del macrosistema, pues la coherencia holística de la cosmovisión deriva de la prolongada comunicación en el nicho social donde se produce el ensamble de sus partes. Impregnados por la idea de la causalidad que deriva de las prácticas cotidianas en los distintos niveles de la existencia, tanto los sistemas particulares como el macrosistema unificador pueden alcanzar considerable eficacia en su carácter de guías de acción, y su uso implica más el juego de las razones que el ejercicio de la fe”. Por tanto, perfectamente estos grupos habrían tenido la capacidad de estructurar entramados simbólicos complejos relacionados con sus muertos.

Una segunda implicación de estos hallazgos y de lo cual lo que vemos arriba es consecuencia, es que estarían echando por tierra la idea de que a mayor cerebro, mayor racionalidad. El cerebro del naledi, como lo hemos comentado, es tres veces menor que el del sapiens. “Si este homínido de cerebro pequeño -continúa la nota de National Geographic– realizaba comportamientos avanzados como el enterramiento deliberado y la creación de símbolos asociados a esos enterramientos, argumentan los investigadores, entonces el tamaño del cerebro no debería ser un factor importante a la hora de determinar si una especie de homínido es capaz de una cognición compleja. (…) Señalan que muchos avances clave en la evolución humana se produjeron entre homínidos de cerebro pequeño, como la creación de herramientas de piedra, la expansión inicial de África a Asia y el uso del fuego. Además, se sabe que otra especie de cerebro pequeño, Homo floresiensis, utilizaba herramientas y fuego. Según ellos, la estructura y el cableado del cerebro pueden haber desempeñado un papel más importante que su tamaño”. En efecto, quizá las funciones cerebrales pudieran ser similares o distintas, pero ello no implicaría que fueran inferiores, sino diferentes. Claro está que como cualquier otro hallazgo controversial -este lo es pues quita al sapiens del pedestal donde nosotros mismos nos hemos puesto- ha estado sujeto a escepticismo, críticas y cuestionamientos de la comunidad científica. Pero, más allá de abrazar el relativismo, me parece que es sumamente necesario, como lo he afirmado constantemente en esta columna, que ampliemos el ángulo de mirada y que nos permitamos imaginar que hay mundos muy diferentes al que nos hemos construido, igualmente válidos y reales. Tal como se hace notar en la cinta “El Médico” (2013) de Phillip Stölzl, antes de la medicina occidental -anclada en la difícil relación de los europeos con su propio catolicismo- existieron otras tradiciones de pensamiento y medicina como las de medio y lejano Oriente, espacios que hoy son vistos como “tercer mundistas” o anclados en el subdesarrollo. Como afirma Leopoldo Zea, citado por Walter Mignolo en su prólogo al libro  en el libro “Can Non-Europeans Think?” (2015) de Hamid Dabashi, “La Europa que consideró que su destino, el destino de sus hombres, era hacer de su humanismo el arquetipo a alcanzar por todo ente que se le pudiese asemejar; esta Europa, lo mismo la cristiana que la moderna, al trascender los linderos de su geografía y tropezar con otros entes que parecían ser hombres, exigió a éstos que justificasen su supuesta humanidad”. Con este tipo de hallazgos, lo que se pone en tela de juicio es el sentido mismo del concepto “humanidad”, que se encuentra terriblemente anclado en esa relación perversa evolución- sapiens- Europa- blancos- varones que tanto ha dañado al mundo. Debemos seguir torpedéando ese concepto y todo el conocimiento que lo sustente, a como dé lugar.  

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