No pudieron doblar a Melchor Ocampo.
Hubo que relegarlo en su natal Michoacán para que sus afanes políticos, siempre puestos al servicio de la causa liberal, fueran encubiertos.
Lo malo es que, al mismo tiempo del destierro, Ocampo (1814-1861) fue víctima de uno de los más dolorosos magnicidios en la historia de este país llamado México.
Sólo así pudieron truncarse las lealtades y abnegaciones públicas y las amorosas pasiones privadas que durante toda su vida puso en práctica.
José Telésforo Juan Nepomuceno Melchor de la Santísima Trinidad fue un hombre bueno; pero raramente atendido por historiadores y escritores.
Pues, se sabe, seduce más el mal y sus protectores.
De modo que al saber de una novela que habla de él, habrá que echarse a ella.
Se trata del libro póstumo del narrador mexicano Orlando Ortiz (1945-2021), Me quiebro, pero no me doblo, presencia discreta en nuestra república literaria, apegado más a buenas causas, entre ellas la enseñanza.
La novela de Ocampo, diríamos tras su lectura.
Que inscrita en la tradición de los trabajos que muestran las costumbres y la vida cotidiana, para el caso del mismo y convulso siglo XIX mexicano, ofrece un Ocampo de cuerpo entero y diseccionado con brillantez.
El Ocampo al que siempre le asistieron las pasiones.
Como esa duda que lo seguirá toda su vida, la de la identidad de sus padres, aun permanentemente ligado al cariño de quien se asumió como madre, Doña Francisca Xaviera, dama fuerte al frente de los destinos de la hacienda de Pateo (Michoacán).
O, ¿más pasiones?, su enamoramiento de “la Nana Ana”, con quien concebirá a las tres primeras de sus cuatro hijas.
Su interés por el cultivo de plantas medicinales y la investigación sobre ellas; sus lecturas de la doctrina Condillac, materialista y sensualista; su viaje casi en plan flaneur al París de Eugène Sue; su incursión en la vida política regional y nacional, que lo llevó a ser legislador, gobernador michoacano y miembro de diferentes gabinetes presidenciales de la vulnerable república.
Socavada la nación (“la ciudad quedó al arbitrio de los invasores”) y fraccionada la causa liberal, Ocampo volverá a Pateo, aquejado además por la enfermedad, para transcurrir los últimos tiempos de su vida.
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Atrás quedó su relación con Benito Juárez, a quien se encontrará en el norte imperial, y cierta incomprensión acerca de la esencia de su intervención en la consecución de los tratados con Estados Unidos (McLane-Ocampo).
De nuevo en Michoacán, el cerco se va cerrando.
“Los rumores de que andaban gavillas de conservadores cobrando venganza por la derrota sufrida en Calpulalpan eran muy fuertes, y Ocampo un objetivo codiciado por ellos”, leemos en Me quiebro, pero no me doblo.
“Lo acusaban de ser el principal causante de sus males, como autor que era de buena parte de las herejes Leyes de Reforma”.
La clerecía estaba “rabiosa y buscando la manera de acabar con las medidas liberales y reimplantar la hegemonía de la Iglesia, añade Orlando Ortiz.
La Iglesia y sus siervos, pensaba Ocampo, seguirán buscando la forma de “reimplantar sus retrógradas normas y no dudarán de vender el país a algún otro extranjero, si ellos aceptan que todo vuelva a ser como estábamos antes de la Independencia”.
Partida de reaccionarios
Sereno, habiéndose despedido de sus hijas, Ocampo fue avisado de la llegada de una “partida de reaccionarios”. “Es conveniente que usted se vaya con la familia, porque sin duda vienen para acá”.
“Yo no me muevo”, contestó.
Horas después llegaron los enviados, resolución firmada por Leonardo Márquez, conocido como el Tigre de Tacubaya.
“Está bien. Estoy a sus órdenes”.
Tras varias horas de cabalgata, preso y enviados llegaron a Tepeji del Río (3 de junio).
Columnas de tropa montada cuidaban que la población no fuera a insubordinarse para intentar su liberación.
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“Ocampo mostraba entereza, pero el caballejo avanzaba ya con tropiezos. No faltó quien dijera que si el militar a cargo tuviera piedad, debería matar también al caballo, eso sería misericordia”.
La ejecución llegó.
“Gente del pueblo, que había acudido creyendo que a última hora sería indultado, presenció el asesinato mal disfrazado de ajusticiamiento. La indignación creció al ver que levantaban el cadáver, le pasaban una cuerda por las axilas y lo colgaban en un pirú”.
El Tigre de Tacubaya abandonó Tepeji y “tuvo la desfachatez de pasar antes por donde colgaba el cuerpo de Melchor Ocampo. Apenas salieron los gavilleros, gente del pueblo bajó el cuerpo y avisaron a la ciudad de México de lo ocurrido”.
El reformador había muerto.
Orlando Ortiz, Me quiebro, pero no me doblo, FCE, México, 2023, 264 pp.
@mauflos